“Soy descendiente de cuatro civilizaciones. La mano es persa, el vestido bizantino, la cara es cretense y los ojos orientales.” Así hablaba Fahrelnissa Zeid (1901-1991), notable artista turca, de Someone from the Past: autorretrato de 1980 que, en cierto modo, hace de sucinta síntesis de las influencias varias que marcaron su obra de muchas décadas. Influencias bizantinas e islámicas, también europeas, fusionadas por una mujer atípica que hoy es tardíamente reivindicada por prestigiosos museos del globo. El año pasado, el Tate Modern le dedicó una concurrida retrospectiva que, meses más tarde, viajó a Berlín, y que acaba de aterrizar en su Estambul natal, en la galería Dirimart, amén de dar merecido spotlight a una creadora largamente olvidada, dueña de estimables piezas de arte abstracto (de las que Marc Chagall y André Breton se declararon admiradores) y de una turbulenta vida digna de culebrón. Porque, además de pintora, Zeid fue princesa y por medio pelo le escapó a la muerte, mientras oscilaba entre óleos, fiestas aristocráticas; tragedias de tinte personal.
“No es que pretendiese volverme una pintora abstracta. Yo trabajaba convencionalmente con formas y valores, pero volar en avión me transformó: noté que podías tener una ciudad entera en tu mano viendo al mundo desde arriba”, contaba antaño la damisela que, en el 51, se despachó con obra magna: MyHell, fenomenal creación caleidoscópica de formas abstractas y cristalinas en rojo y amarillo, blanco y negro. Un cuadro de inhabitual dimensión (dos metros de alto, cinco de ancho) que amalgama numerosos estilos: los poderosos colores de los fauvistas, las geometrías disonantes de los cubistas, las líneas de Mondrian, el arte mosaico bizantino, la arquitectura islámica…
Nacida en una familia de clase alta otomana (en la casa de sus padres tenían hamman propio, cantidad de sirvientes –incluido un eunuco sudanés–, jardines de orquídeas y geranios), su niñez estuvo signada por tamaña tragedia: su hermano favorito Cevat (que años más tarde sería un reconocido escritor) asesinó a su padre, un oficial militar y diplomático, en circunstancias misteriosas. Empieza entonces a pintar obsesivamente la chicuela, vendiendo postales hechas a mano para costear pinceles y lienzos. Post Primera Guerra Mundial, es la primera mujer en ingresar a la Academia de Bellas Artes de Estambul. A los 19, se casa con un escritor rico, dueño de una tabacalera; tienen 3 hijos: uno de ellos, Faruk, muere de escarlatina a los 2. “Sentí que era un árbol cuyas ramas estaban siendo arrancadas con un hacha grande”, dijo Zeid años más tarde. Terapia frente a la desazón: pintar más y más.
El matrimonio acaba truncándose cuando FZ se enamora del príncipe Zeidbin Hussein, hermano menor del rey Faisal de Irak, que se desempeñaba entonces como embajador en Turquía. Divorcio y segundas nupcias. Y Fahrelnissa, ahora una princesa hachemita, viaja aún más, pinta aún más. Vive en Berlín, en Bagdad, en Londres, en París, donde traba amistad con Gertrude Stein y Sonia Delaunay. A comienzos de los 50s, es parte del grupo Nouvelle Ecole, que incluye a Maria Helena Vieira da Silva. Exhibe en galerías de Francia y UK. En las inauguraciones, la élite se hace presente: no falta ni la realeza británica.
Las pompas tuvieron su final en 1958, cuando un golpe derroca a la monarquía en Irak y asesina a buena parte de la realeza. Ella y su marido logran escaparle a la hoz, pero deben abandonar raudamente la embajada de Londres y mudar sus petates a un pequeño departamento, donde Zeid –que batallaba con una depresión crónica– deja de pintar. Con 57 años, aprende a cocinar por primera vez, y está tan intrigada por los huesos de los pollos que, al cabo de un tiempo, los vuelve escultura. Esculturas óseas que baña en resina y bautiza paléokrystalos.
Una vez muerto su príncipe amado, en los 70s, FZ deja Europa para instalarse definitivamente en Jordania, donde da clases de pintura, pero solo a mujeres amateurs. Y retoma el pincel. Las que visitaron su hogar recuerdan las habitaciones repletas de pinturas, colgadas hasta en el techo, y cierta excentricidad: en ocasiones, desplegaba FZ algún lienzo suyo a modo de alfombra roja para recibir visitas.
De su extensa obra, suele señalarse que Fight Against Abstraction, del ‘47, representa un punto de inflexión: marca el pasaje a la abstracción más pura, amén de rostros y manos –incluidos dos puños cerrados, uno deconstruido a base de formas geométricas, otro figurativo, reconociblemente humano– que luchan por prevalecer dentro del marco, donde la rica composición alude a mosaicos y vitrales. En miras de piezas como Resolved Problems (1948), sabemos qué estilo venció… Al menos, durante un largo tiempo, porque en el ocaso de su vida, Zeid retomó el arte figurativo con evocativos retratos de amigos y parientes muertos, figuras fantasmagóricas de grandes ojos, expresión nostálgica.
Si bien en los 50 tuvo relativo éxito, explica Adila Laïdi-Hanieh, autora de la biografía Fahrelnissa Zeid: Painter of Inner Worlds, que “las críticas de época se referían a sus piezas como obras de una mujer de fantasía salida de las Mil y una noches; jamás se la tomó en serio, jamás se la consideró una par moderna de sus colegas contemporáneos”. Para más inri, con el tiempo simplemente fue olvidada.
“A menudo, soy consciente de lo que he pintado solo cuando el cuadro está por fin terminado”, solía decir Fahrelnissa, que trabajaba en estado frenético, durante largas horas, y se sentía en ese hacer “como un volcán en erupción”. “Puede verse en la pincelada: hay una precisión imprecisa. Sabía adónde quería ir y no podía detenerse”, advierte Kerryn Greenberg, curadora de muestra del Tate, y asegura que “Zeid desarrolló un vocabulario abstracto que sintetiza a Oriente y a Occidente, y lo hizo de forma única, absolutamente personal”. “Si el universo está en constante movimiento, ¿por qué pintar con líneas y formas estáticas?”, solía decir a sus alumnas la princesa que el tiempo ha vuelto a coronar.