Pablo y Lucía están en pareja hace varios años y comparten un departamento. No se casaron, no tienen hijxs y no la están rompiendo en su trabajo. Si son felices o no, no importa tanto como el hecho de que todxs a su alrededor están haciendo cosas que ellos no: embarazos, viajes a Brasil, proyectos. En esa línea tan contemporánea de celebrar los logros que se pueden enumerar y lucir, ellxs salen perdiendo. Lucía (Julieta Zylberberg) es actriz y hace publicidades con la esperanza de poder algún día aspirar a otra cosa. Él (Alan Sabbagh) es arquitecto y está a punto de cerrar un negocio genial con inversores japoneses, pero las cosas no salen como esperaba. Hay en lxs dos una inquietud, una leve amargura que All inclusive, la nueva comedia de Diego y Pablo Levy, transmite muy bien: quizás la de ese limbo de los treinta y pico, en que se impone negociar lo que ya no se pudo con lo que todavía sí, y el deseo con esa multitud de mensajes que provienen de todas las direcciones y que indican: hagan algo, cualquier cosa por la que los podamos felicitar, triunfen.
Claro que “pasan cosas”, y a Pablo no se le ocurre mejor idea que pagar un viaje a Brasil para lxs dos justo cuando se está por quedar sin trabajo. Pero en la misma lógica de fingimiento que la película impone, elige no decir nada y la pareja viaja a un resort donde se entregarán, un poco previsiblemente, a una serie de enredos sexuales que involucran a un brasileño llamado Gilberto (Mike Amigorena) y una pareja de lesbianas (Marina Bellati y Mariana Chaud). Hasta ese punto, casi no hay escena en All inclusive –si bien impecablemente ejecutada– que no se haya visto en alguna comedia norteamericana, desde la presentación de Pablo a los japoneses después de mancharse la camisa con café como Michelle Pfeiffer en Un día muy especial (2008) hasta los múltiples chistes de playa de películas como Forgetting Sarah Marshall (2008) o Una esposa de mentira (2011). Con la misma sensación de déja vù se asiste a la inseguridad galopante que se desata en Pablo cuando concibe la posibilidad de que Gilberto trate de seducir a su novia, si bien Alan Sabbagh logra que el personaje se mantenga querible todo el tiempo. Pero hasta ahí todo es monogamia de manual y bastante avejentada; en todo caso es interesante ver lo rápido que quedan obsoletos ciertos planteos en épocas de poliamor, parejas abiertas y cuestionamiento de las tradiciones.
Por eso la película levanta vuelo cuando empieza a sorprender, y lo hace a lo grande: lo que hay en la última media hora de All inclusive es mucho más, y mucho más complejo, que el malentendido seguido de reconciliación que toda la primera parte hacía suponer. Sobre todo porque agrega dimensiones a los personajes, especialmente a Pablo, que Alan Sabbagh sabe revestir de ternura para construir un tipo de varón que no es ni machirulo ni deconstruido sino alguien que se deja ganar por el afecto. Y también a la pareja de recién casadas que interpretan Mariana Chaud y Marina Bellati, que si en la primera parte parecían responder un poco a un estereotipo o estar ahí sobre todo para poner a prueba la apertura mental de Pablo, llegan a cobrar vida y permitir que se luzcan dos actrices que son cálidas y sutiles. Es que el mundo de All inclusive dialoga con el presente de una manera extraña y dándoles la bienvenida a los anacronismos leves, como sus películas anteriores (Novias madrinas 15 años y Cosano, la vida secreta de un vestido, documentales, y Masterplan, también con Alan Sabbagh, sobre un treintañero que a punto de casarse decide estafar a la tarjeta de crédito), hasta llegar a un final de celebración de la diversidad y los distintos tipos de familia que supone casi un viaje en el tiempo, como si la película hubiera partido de un pasado cercano para terminar mirando hacia el futuro.