La patria no es un solo lugar cantan lxs que la nombran viva desde que está muerta. A Soledad la asesinaron en Recife el 8 de enero de 1973. Era la nieta del escritor anarquista Rafael Barret, “el que nos enseñó a escribir a los escritores paraguayos”, decía Roa Bastos recuperando la luz rasante y fantasmal de la “realidad que delira” un rato antes de recordar el enorme cacho de bananas que recibió de un desconocido por haber ganado la “Copa” (así llamó el hombre que se lo entregaba al Premio Cervantes) cuando caminaba una tarde por una calle de Asunción. Soledad nació en Paraguay pero también vivió en Argentina,Uruguay y Brasil, la mudanza de vecindad territorial no era otra cosa que vivir la vida entera haciéndole frente a las dictaduras de la región dibujando un mapa de fuga libertaria que imaginaba otras fronteras pero que se convertía en una trampa mientras la tierra de la triple alianza se humedecía con sangre nueva y los dictadores se sucedían unos a otros sin respiro en carrera de posta asesina. Tenía tres meses cuando su familia se exilió en la Argentina, era una adolescente cuando en Paraguay formó parte de “gorriones” (un grupo unido al Frente Juvenil Estudiantil y al Frente Unido de Liberación Nacional) y veintiocho recién cumplidos cuando la mataron en Brasil. Una vida breve nada breve.
Habiendo nacido en América del Sur en 1945 no resulta difícil entender el calendario negro encabezado por el general Morínigo al que Soledad le hizo frente desde siempre. Lo llevaba en las venas unidas a las venas del abuelo, repetía la voz familiar cuando explicaba la militancia natural de Soledad, “era incapaz de huir de sus genes revolucionarios”.
El recorrido biográfico la muestra hablando despacio, en pausa que enamora hasta que la voz se levanta en recuerdo charrúa. Tenía diecisiete años cuando la secuestraron y torturaron en Uruguay. Que grite ¡viva Hitler, que grite muera Castro!, exigían los neonazis.
¡Muera Hitler y vivan Castro y la Revolución Cubana! gritó Soledad un segundo antes de que sus muslos sangraran por la esvástica que tajeaba una navaja, después la tiraron herida y encapuchada detrás del zoológico de Villa Dolores.
Al poco tiempo viajó a Cuba para entrenarse y fue en Cuba donde conoció al brasileño José María Ferreira de Araujo, con quien tuvo a su hija. A José María lo asesinaron los militares en Brasil y Soledad continuó en la guerrilla brasilera de Recife. El cabo Anselmo, un compañero de José María en Cuba, al que consideraban casi un héroe por haber liderado unos años antes la “revuelta de los marineros” contra João Goulart, se ganó la confianza de Soledad y se unió al grupo. Pero el cabo héroe era un espía, un delator. Soledad era su pareja y estaba embarazada de cuatro meses cuando Daniel (el cabo Anselmo) y un grupo comando entraron en Chica Boa, la boutique en la que trabajaba con su amiga Pauline Reichstul y se las llevaron. Dicen que ella lo reconoció y en el espanto preguntó por qué. Sus cuerpos desnudos y torturados –nunca recuperados, nunca entregados– estaban junto a otros cuatro cadáveres en los fondos de una granja, en São Bento, cerca de Recife. La masacre tuvo su versión oficial de enfrentamiento y la verdad revelada llegó tardía. Ahora hay calles y colegios que la nombran en Brasil y un silencio que la hace casi desconocida en Paraguay, se vuelve voz en las palabras de su abuelo en Lo que son los yerbales, “el peón, aunque reviente, será siempre deudor de los patrones. Si trata de huir, se le caza. Si no se logra traerle vivo, se le mata”.