Las calles son las de Marsella y se habla de Ocupación, pero los policías que requisan lo hacen en francés y ciudadanos ilegales de origen alemán intentan escapar de allí. Con ellos coexisten refugiados magrebíes, y hay menciones a “campos”, “fascistas”, “deportaciones” y una inminente “limpieza de primavera”, que no es precisamente de casas o de ropa. La época podría ser la contemporánea. Pero una contemporaneidad sin celulares, computadoras o dispositivos digitales. Basándose en una lejana novela de la escritora que firmaba como Anna Seghers, en Transit el realizador alemán Christian Petzold (Barbara, Ave Fénix) implanta, en un tiempo al que podría llamarse “presente indefinido”, la sombra de un régimen de ocupación que en un país europeo persigue, deporta y encierra a refugiados extranjeros. La pregunta es, en tal caso, qué Europa es ésta. ¿La de ayer o la de mañana? La misma pregunta que uno podría hacerse contemplando la vertiginosa reaparición del racismo, la xenofobia y el odio racial en el centro mismo de la Europa actual.
Georg, ciudadano alemán sin papeles (Franz Rogowski), parece resignado a la inminente llegada de la Ocupación a Marsella. Tanto como podría estarlo el “extranjero” de Albert Camus a su destino magrebí. Como en esa novela, ante la ausencia de toda voluntad las circunstancias decidirán por el protagonista. Hay que entregar un par de cartas a un escritor exilado, el escritor ya no está y en el consulado alemán confunden a uno y otro, de modo de ofrecer a Georg una visa que no esperaba, y que le permitiría pedir asilo en México. Mientras aguarda la finalización del trámite, se relaciona con un chico del norte de África y su madre, que vive en el temor y la sospecha. Luego lo hace con una mujer tan bella como misteriosa, que también lo toma por quien no es y que terminará de tejer el destino en el que Georg navega, a ciegas, como ese barco que en el último plano se aleja con lentitud y desgracia.
Escritora judía y comunista, Seghers, cuyo nombre verdadero era Netty Radványi, publicó Transit en el exilio, en 1944, inspirada en datos de su pasado inmediato. Petzold comenzó a trabajar en una adaptación junto a su colega, el teórico y realizador cinematográfico Harun Farocki, con quien coescribió varias de sus películas. Tras la muerte de éste, el realizador de Seguridad interior y Yella completó el guion en soledad. El concepto es audaz, en tanto traspone el realismo histórico de la novela a una distopía sin rasgos de ciencia ficción. No se trata de una alegoría, como podrían serlo 1984, Fahrenheit 451 o Brazil. Transit no presenta una sociedad alternativa, que funciona como doble de ésta en la que vivimos y que como tal nos permitiría repensarla, sino una fusional, en la que coexisten rasgos de distintos momentos históricos pero trastocados, corridos, cambiados de lugar. De modo que la operación de trasposición que se espera del espectador no resulta tan sencilla y transparente como en las alegorías.
A su vez, Georg comienza a ser narrado desde temprano por un narrador que sólo será identificado al final, y cuya propia condición e identidad –sumados a unos escritos de ficción que Georg lee en determinado momento– ponen en duda el propio estatuto de “realidad” del relato. La figura del doble se multiplica a lo largo de la película, quizás como reflejo de esa incerteza. Hay dos juegos de cartas que deberán ser entregados al escritor que Georg debe contactar, dos desconocidas con las que el protagonista se cruza, dos personajes confunden a Georg con quien no es. ¿Pero quién es Georg en verdad? Tal vez todo ese juego de duplicaciones conduzca a esa pregunta central.
Dos formas de representación diversas se superponen a su vez: la del realismo (un realismo perforado, de por sí, por los datos contradictorios de tiempo y espacio) y la del melodrama, género que de distintas maneras Petzold viene parafraseando desde los comienzos de su carrera. Así como la previa Ave Fénix (2014) se lanzaba resueltamente en aguas del melodrama más gótico y teatral, aquí el realizador inserta una suerte de cuña melodramática en la figura y el estilo actoral de la actriz Paula Beer en el personaje de Marie, la joven y bella mujer que busca con desesperación a su amado perdido, vestida con un piloto negro que parece salido de un “melo” de los 40. Hay también, como en toda pesadilla, un toque de grotesco, en la escena del consulado mexicano, con un director de orquesta que parece salido de una obra del expresionista George Grosz y una “dama de los perros”, elegantísima pero sin un peso. Todo esto tiene lugar en un mundo de gente que intenta escapar –si consigue un salvoconducto a tiempo– de un Poder de ocupación que requisa, persigue y deporta. ¿Será muy distinta a esto la vida de un inmigrante árabe o africano, hoy en día en Polonia, Austria o Hungría, tal vez mañana en Francia, Italia y Alemania?