Un hombre entra a un bar, reconoce a un compañero ubicado en la pequeña barra, se acoda y le recuerda que París está siendo sitiada. Desde la calle llega el sonido de las sirenas y la conversación se produce de forma nerviosa, como si alguien pudiera estar escuchándola sin permiso, agazapado, a la espera de un detalle que dé luz verde a la captura. De pronto, la posibilidad de una misión –entregar una carta escrita hace algún tiempo– y de una recompensa: viajar a Marsella e intentar obtener una visa de tránsito que permita escapar de un destino fatalmente sellado. La escena podría transcurrir en una película de época, durante los años de la ocupación alemana; a pesar de ello, los ambientes, los automóviles, los helicópteros que sobrevuelan el cielo indican lo contrario, una indefectible contemporaneidad. Y sin embargo Transit, el nuevo largometraje del alemán Christian Petzold, está basado en la novela Transit Visa, de la célebre escritora alemana Anna Seghers, publicada originalmente en 1944 y basada libremente en las experiencias reales de la autora durante los años del nazismo. El director de Barbara y Ave Fénix traspone los acontecimientos ficcionales del texto original a una Europa actual donde los campos de concentración sólo han desaparecido en su formato original y decenas de miles de refugiados todavía esperan sus papeles oficiales para trasladarse de un lugar a otro, con la esperanza de hallar un lugar en el mundo definitivo.

“A finales de los años 80, mi profesor Harun Farocki me dio un ejemplar de la novela de Anna Seghers, a quien no había oído nombrar hasta ese momento, ya que su obra no era conocida en la República Federal Alemana: la literatura producida en la otra Alemania, la comunista, no era muy fácil de hallar en nuestro país”. Así comienza a relatar Christian Petzold, en comunicación telefónica exclusiva con PáginaI12, el origen lejano de su nueva película, estrenada mundialmente hace ocho meses en la principal sección competitiva del Festival de Berlín. “Según recuerdo, me burlé un poco de Seghers y, como respuesta, Harun me regaló el libro, que leí de corrido el fin de semana siguiente. De alguna manera, fue eso lo que terminó de cimentar nuestra amistad”. El realizador y ensayista Harun Farocki fue un asiduo visitante de la Argentina y tanto el Bafici como la Sala Lugones ofrecieron sus pantallas para la exhibición de muchas de sus películas, al tiempo que las charlas y conferencias públicas auspiciadas por el Goethe-Institut eran dictadas ante un público adicto a sus reflexiones sobre el cine, la política y la sociedad. “Harun siempre hablaba de Buenos Aires y me recomendaba que alguna vez visitara la ciudad. Otra cosa en común que siempre tuvimos fue la admiración por Jorge Luis Borges. Además, ambos nos considerábamos melancólicos profesionales y la descripción que me hacía de la ciudad me hacía pensar que, seguramente, sus ambiente serían ideales para alguien como yo”.

La relación de amistad entre Petzold y Farocki también tuvo sus puntos de contacto profesionales: son varias las películas del primero cuyos guiones aparecen firmados por el segundo, y Transit está explícitamente dedicada al director de Videogramas de una revolución y Fuego inextinguible. “En varios sentidos”, continúa Petzold, “la novela de Anna Seghers fue la base de todas nuestras películas, ya que al cinematógrafo le gustan los fugitivos, toda esa gente que termina cayéndose de los márgenes, los abandonados. Nunca quise hacer una película histórica, porque odio los autos antiguos, más aún los carruajes. Irónicamente, terminé filmando Bárbara y Ave Fénix. Fue en ese momento que Harun me preguntó por qué no probaba con Transit, pero en un primer momento me pareció que de allí sólo podía salir una película de museo. Harun falleció en el 2014, una semana después de que Alemania se convirtiera en campeón mundial de fútbol luego de la final contra Argentina. Tuve dos años de duelo y dejé completamente de lado el proyecto, pero luego vi un telefilm de la realizadora belga Chantal Akerman, Retrato de una joven a fines de los años 60 en Bruselas, en la cual se toma como base una historia que transcurre en esa década pero trasponiéndola a una Bruselas contemporánea a la realización. En un primer momento fue algo que me irritó, pero de pronto todo se me hizo claro: allí había una correspondencia entre nuestro tiempo y los años 60, la era de los hippies. Y me di cuenta de que si Transit era filmada en Marsella se podía hacer un paralelismo entre los fugitivos actuales y aquellos de los años 40”.

–¿Podría la misma historia haber transcurrido en una ciudad diferente?

–Cuando hablé del tema con el productor me sugirió que filmáramos en Le Havre, porque Marsella es una ciudad muy cara y algo corrupta. Pero al visitar Marsella me di cuenta de que era el lugar perfecto para la película, porque aún hoy es una ciudad de tránsito. Casualmente, una de las extras que estuvo trabajando en la película es una guía de turismo especializada en mostrar los lugares que Anna Seghers visitó durante su estancia en la ciudad.

–En una parte sustancial de su filmografía parece haber una obsesión por los géneros cinematográficos clásicos, en el caso puntual de Transit el melodrama y el cine de espías. ¿Cree que todavía se puede hablar sobre el mundo a partir de esos modelos?

–Hago esta clase de películas precisamente por esa razón. No hay que olvidar que la mayoría de los directores de cine que debieron abandonar Alemania durante el nazismo hicieron ese tipo de films: melodramas, policiales negros. Todos esos directores que en los años 30, 40 e incluso los 50 abandonaron Alemania para dirigirse a los Estados Unidos. Los siento como mis padres artísticos, de alguna manera.

–Como Douglas Sirk para R. W. Fassbinder.

–Sirk es uno de los realizadores fundamentales en mi filmografía y volví a descubrirlo precisamente a través de Fassbinder. Antes de iniciar la producción de Transit tanto los actores como el equipo artístico vieron películas de Sirk como una forma de inspiración.

–Por otro lado, en Transit hay identidades falsas, la idea del doble, el encierro al aire libre, la eterna espera, una mujer y dos hombres. Elementos que remiten a ese clásico de clásicos: Casablanca.

–Absolutamente. Casablanca es una película que siempre estuvo presente. Hay allí un detalle interesante: cuando Seghers escribe su novela La séptima cruz casi de inmediato es tomada como base para el guion de una película. Y poco tiempo después ocurre algo similar con Transit Visa, pero fue desechada porque, según Hollywood, era muy similar a Casablanca.

–Su película adopta los modos del naturalismo pero, al mismo tiempo, incluye elementos disruptivos, como esa voz en off de un narrador que parece conocerlo todo. O casi todo.

–El narrador es el barman. Él es quien cuenta la historia y, como ocurre en la novela, es un personaje que habla en primera persona. Aquí tomamos una cita de un futbolista argentino, Jorge Valdano, que después de ganar el mundial en 1986 dijo algo así como “Toda mi vida soñé con ser campeón mundial y, cuando finalmente lo fui, ese sueño se transformó en un recuerdo”. Con esa voz en off intentamos construir un recuerdo.

–¿Siente que Transit cierra una trilogía histórica sobre Alemania durante los años del nazismo?

–Sí, desde luego. El concepto de trilogía es algo que me interesa. Siempre es mejor construir una cuadra con casas que una sola edificación. Por esa razón, como Farocki, me dedico a las trilogías. En principio, esta trilogía podría llevar como título “El amor en los tiempos de la opresión”, que suena algo altisonante pero refleja la idea central de las tres películas.

–¿Cómo fue la elección de los dos protagonistas?

–Al protagonista masculino, Franz Rogowski, lo había visto en una pequeña película alemana. Mientras escribía el guion pensaba en alguien que fuera un poco como Jean-Paul Belmondo, alguien no teatral sino físico, una persona que pudiera moverse y bailar de manera espontánea. Con Franz nos entendimos a la perfección de inmediato. En cuanto a Paula Beer, la vi en la película Frantz, de François Ozon. Es una actriz que posee una suerte de movimiento particular, una manera de desenvolverse que me parecía indispensable para la película.

–Resulta interesante que, a pesar de haber trabajado en conjunto tantas veces, su cine y el de Harun Farocki sean tan diferentes.

–Siempre trabajamos en paralelo, especialmente antes de la crisis económica de 2008. En ese momento pensamos mucho en la situación que nos tocaba vivir y de allí surgió una película como Yella, dirigida por mí, y también Nicht ohne Risiko, de Farocki. Nuestras películas pueden parecer muy diferentes pero creo que, en el fondo, se complementan.

–¿Cree que puede seguir hablándose de la “Escuela de Berlín” como un colectivo creativo?

Ese término, ese emblema, no fue creado por nosotros los directores, sino por el periodismo. Pero pienso que sigue habiendo correspondencias con otros realizadores como Thomas Arslan y Angela Schanelec, pero también con una realizadora como Lucrecia Martel, que no es alemana sino Argentina. Creo que ella también es parte de la Escuela de Berlín.