A Gemma la habíamos comprado hace once años por Mercado Libre. No es un buen comienzo, ya lo sé. Pero fue así y aquel impulso provino de algo todavía más bizarro: veníamos de unas vacaciones en la costa con mi hija adolescente y una tarde lluviosa terminamos en Cachogos en el Casino de Valeria del Mar. Andábamos interesados en perros porque el psicólogo nos había recomendado tener uno, después de una seguidilla de pérdidas familiares. El recuerdo de esa tarde en aquella muestra berreta mal colocada en un escenario disléxico es triste. Lo único que nos alegró la excursión fueron dos perros, un bulldog francés, que entonces no estaba de moda, y unas chihuahuas que fascinaron a mi hija, en épocas en las que Reece Whiterspoon protagonizaba Legalmente rubia y la pequeñez de esa raza que entraba en una cartera deslumbraba a las púberes.
Cedí sólo por eso. Nunca me habían gustado los chihuahuas, tan miniaturas y tan cascarrabias. De regreso a casa hicimos la búsqueda por internet y una tarde nos fuimos con mi hija a Flores, a una dirección que nos habían dado, en un viaje también extraño, porque nos tocó un taxista obsceno al que varias veces le tuve que decir que se callara la boca o nos bajábamos. Era para bajarse pero yo estaba nerviosa porque habíamos contratado el viaje de ida y vuelta, y no me imaginaba cómo era tener un perro, aunque fuera en su mínima expresión. Cuando llegamos todo siguió siendo un poco extraño, porque era un criadero de chihuahuas que manejaban travestis que nos recibieron con batones y una de ellas hasta con ruleros. Nos mostraron a Gemma, que tenía seis meses. Nos advirtieron que no era perfecta: su cabecita diminuta era preciosa, coronada por una nariz ínfima y acorazonada. Pero era chueca y sus patitas eran débiles. Después aparecerían otros problemas.
Cuando poco después llegó el bulldog, a sus cuarenta y cinco días, era casi del tamaño de Gemma. Ella le enseñó a jugar escondiéndose abajo del sillón. Poco después el Bull dog había crecido mucho y no entraba, y Gemma fue viendo –muchas veces intenté ponerme en su lugar y no pude; debe haber sido una experiencia muy rara– cómo su compañero de juegos continuaba en un desarrollo que en su caso había terminado. Ella quedó diminuta mientras el Bull dog siguió creciendo y haciendo las mil gracias que ella no hacía.
Pasaron años hasta que la entendí y pude entablar un vínculo profundo con ella. Su esencia no era jugar con una pelota ni destrozar libros ni pedir comida; su esencia era acompañar. Acompañar sin reservas, sin aburrimiento, sin demanda más que ese contacto físico que tampoco reclamaba: era demasiado inteligente para pedir algo que no estábamos en condiciones de darle, porque fue una época en la que en casa estábamos todos un poco desenfocados.
Después se mudó el bulldog y, la adopté. La llevé a dormir a mi cuarto y empezó entonces ese vínculo intenso lleno de señales y guiños y gestos y palabra sueltas que cada día eran más y llenaban nuestra relación de contenido. Desde que estuve con Gemma no me sentí nunca más sola. Habíamos ido creando nuestro propio código de comunicación y era una comunicación compleja y llena de señales. Bastaba por ejemplo que yo depositara el plato en el que estaba comiendo cualquier cosa en la mesa de luz para que Gemma se volviera a su cuna, sabiendo perfectamente que más espera era inútil. Roncaba mucho y tenía apneas. Y muchas noches, cuando me despertaban sus inspiraciones ruidosas y yo me sentaba en la cama para ver si estaba bien, ella me miraba en la oscuridad con las orejas paradas, ya más pendiente de mis movimientos que de sus dificultades para respirar, y volvía a dormirse.
Apenas se fue el bulldog vinieron los salchichas desde Jujuy. Los trajo Coco Carfagnini en el auto, en una caja de cartón llena de diarios. Habían pasado sus primeros cuarenta y cinco días en la casa de Milagro, a quien yo le había pedido un salchicha. “¿Uno?”, me preguntó intrigada. “¿Unito solo?”. Así que llegaron dos. Apenas entraron a la casa los salchichas todavía cachorros vieron en la diminuta Gemma a una autoridad. Así como el Bull dog había jugado con ella “a morderle la pata” sin dejar jamás de hacerle solamente cosquillas, los salchichas iniciaron entonces, hace ya ocho años, su relación entre indiferente y gentil con Gemma. Parecía que la ignoraban, pero si ella se dirigía a la mantita al sol en el que estaban ellos panza arriba, no necesitaba haber nada más que llegar, caminando sobre sus dos patitas delgadísimas, y ocupar el lugar que indefectiblemente le cedían: uno de los dos, siempre y alternadamente, le dejaba su sitio.
A lo largo de todos estos años, de subidas, de bajadas, de euforia y de decepciones, me he llevado a mi cuarto, donde hasta ahora he tenido mi computadora, mis emociones más crudas y todo el movimiento mental y sensorial de la escritura. No importa a qué hora me levantara a escribir. Generalmente lo he hecho de madrugada, en mi casa o en casas alquiladas en vacaciones. Gemma siempre estaba a mi pies, aguardándome, hecha mi sombra, esperando el momento del premio que era llenarla de besos antes de volver a dormir. Hace una semana, después de unos meses de cuidados intensivos por sus convulsiones, Gemma se dejó ir. Me pasé casi toda esa noche en vela, sin parar de hablarle. Le dije que la amaba mucho, que su compañía había sido un privilegio, que nunca había conocido un ser más noble y leal que ella, que la necesitaba, que entendía que empezaba a sufrir y que también entendería que prefiriera descansar de tanta dificultad y malestar. Yo sé que ella escuchaba, como siempre, y comprendía que todo el amor que dio se lo llevó replicado en el que yo sentí por ella. No creo exactamente en Dios, pero si hay uno, es ése del que habla Acho Estol en una de sus milongas, y que “mira el mundo con los ojos de los perros”.