No debe haber nada más satisfactorio para un escritor que crear un detective inolvidable. Ni nada más amenazante para sus pretensiones “literarias”. Sherlock Holmes fue la gloria y la pesadilla de su creador, Arthur Conan Doyle. Es célebre su intento de quitarse de encima a Holmes haciéndolo caer por una pendiente al abismo abrazado a su archirival, el profesor Moriarty. Los indignados lectores del Strand donde se publicaban las historias, lo obligaron a resucitarlo y sostenerlo por más de dos décadas. Conan Doyle quedó herido por su criatura. Consideraba que en cierta forma lo había esclavizado, y que por su culpa, los lectores no valoraban sus otros escritos, los que no tenían a Holmes. El caso de Ricardo Piglia con el comisario Croce obviamente no es tan tajante, ya que este personaje apareció recién en 2010 en la novela Blanco nocturno, descifrando crímenes en una ciudad de la provincia de Buenos Aires. La obra de Piglia ya estaba avanzada y consolidada, e inclusive había creado desde los orígenes a su alter ego Emilio Renzi, más cerca –si se quiere– de Watson que de Holmes: más cerca del registro de la experiencia desde un lugar de aprendizaje y perplejidad que del centro incandescente del saber racional. Pero lo que significó Holmes como personaje, lo que fue en función del género policial y de un autor que quiso trabajar con el género y terminó atrapado en el género, no son temas para nada ajenos a la dupla Piglia-Croce. Piglia fue hacia el género gozosamente, respetando fuentes para adaptarlas a otros tiempos pero sin intentar mayores innovaciones. Los casos del comisario Croce son un conjunto de cuentos policiales que según dejó escrito Piglia en una nota al final del volumen, fueron compuestos con apego a los códigos tradicionales y realistas. Pero también tuvieron una formidable peculiaridad: “Compuse este libro usando el Tobii, un hardware que permite escribir con la mirada. En realidad parece una máquina telépata. El interesado lector podrá comprobar si mi escritura ha sufrido modificaciones”.
Sabemos que a pesar de que a Piglia le interesaba mucho el tema de cómo los cambios tecnológicos influían en la forma de hacer literatura, el uso de este hardware fue, más que un experimento, una imposición de la enfermedad que padeció durante varios años y que finalmente le costó la vida. Así que es más impactante imaginar el estado psíquico en que estos relatos fueron creados que la cuestión tecnológica.
Croce es un comisario y también un detective cabal del género folletinesco-policial aunque más moderno, porque su método racional deductivo cede frecuentemente a la intuición, lo que corresponde a un mundo que ya abrazó el caos. Una intuición que según se describe en uno de los relatos, opera por asociaciones un tanto acaloradas. Croce, muchas veces, parece estar en estado de trance. Holmes, según lo describe Watson en varias oportunidades, más bien investiga en un estado de máxima concentración (y cuando entra en trance por la cocaína, no lo vemos). Hay, sí, una diferencia importante. A Holmes la política y la esfera pública le importaban poco y nada salvo que tuvieran influencia directa en el caso (cuestiones de Estado, al borde de la novela de espionaje); en cambio Croce parece varado en el centro de la política argentina, en el drama circular de la política argentina, y en el lugar del resistente. Croce es el hombre lúcido, el intuitivo, el que asocia libremente, el que resiste. Y no deja de ser –tradición sobre tradición– un Holmes de las pampas, un comisario de pueblo, de campaña, el “comesario”. A pesar de ser parte de la policía y el aparato de Estado represivo, Croce siempre está huyendo, un poco de la policía, un poco del Estado. Es evidente que tiene más empatía con los delincuentes entendidos como payadores perseguidos que con los perseguidores. Sus casos lo ponen frente a dilemas éticos, políticos y metafísicos. Debe recuperar una cinta “porno” en la que supuestamente aparece una jovencísima Evita; conversar con el Astrólogo de Los siete locos que muere acribillado por las balas de la represión. Enfrenta a un asesino psicótico y a otro que es al mismo tiempo un buen pibe y una máquina imbécil de matar. Se cruza con Borges y resuelven enigmas en una mesa de bar del pueblo donde el escritor fue a dar una conferencia a la que no asiste casi nadie.
Los casos son variados pero todos están habitados por la lucidez, la derrota, la resistencia, la condición humana, las ganas de perderse para siempre en algún territorio incognoscible, la Historia argentina y una vez más, como cerrando círculos, la lucidez. Ese es el estado psíquico más relevante que se le cruza al lector como una sombra cuando se pierde en los detalles emocionales de estas páginas. Y no parece haber un cambio notable en la escritura si uno se remonta a algunos cuentos de Nombre falso, y sobre todo a Prisión perpetua o La ciudad ausente. Sí es llamativo el avance creciente de la melancolía por sobre la ironía. Pero esta marca sentimental bien puede ser atribuida más al comisario Croce que a Piglia. Es que Croce piensa, siente y actúa a partir del íntimo conocimiento de la derrota total del hombre: no por su intrínseca maldad sino por algo más recóndito, más inasible.
La unidad de estos cuentos es notable, casi una novela hecha de piezas, de casos. Pero late aquí la mejor tradición del cuento policial, más que de las novelas. La estructura de folletín donde un caso lleva al consumo ansioso del otro, lo conecta con la estirpe aventurera del género (otra vez Holmes) y hace que estos cuentos sean disfrutables como un atardecer, un ocaso irremediablemente triste. Pero siempre memorable y capaz de hacernos sonreír al terminar cada aventura.