Historiadores y sociólogos se han preguntado siempre por qué el psicoanálisis tuvo el impacto que tuvo en la Argentina, hasta el punto de convertirse en una suerte de cultura de masas y un verdadero fenómeno social. Según las cifras a las que he llegado, se sabe que a fines del siglo XX la cantidad de psicoanalistas disponibles para la población argentina era una de las más altas del mundo, junto con la de Francia y Suiza. Igualmente importante es la cantidad de asociaciones psicoanalíticas que hay en la Argentina y sobre todo su diversidad, ya que cubren todas las tendencias del freudismo.
Pero la Argentina no sólo llegó a ser en la segunda mitad del siglo XX la primera potencia psicoanalítica del continente americano; también promovió una formidable expansión del movimiento psicoanalítico en el conjunto del territorio latinoamericano, aunque con diferencias en cada país. En Brasil, que fue el primer país de implantación del freudismo en el periodo de entreguerras pero nunca una tierra de exilio para los psicoanalistas de entreguerras, los argentinos aportaron un aire de renovación a partir de 1945, a través de migraciones sucesivas o intercambios clínicos. Así contribuyeron a transformar el conjunto del continente latinoamericano en un espejo de Europa, capaz de rivalizar con ella pero también con el continente norteamericano, donde el psicoanálisis entró en decadencia –una decadencia paradójica, por otra parte– a partir de 1960.
Cuando se habla de la Argentina se habla ante todo de Buenos Aires, y nos gusta Buenos Aires, porque fue allí donde se realizó el milagro argentino del psicoanálisis, que se sabe que en todos los países es ante todo un fenómeno urbano.
En el periodo de entreguerras, Buenos Aires reinventó de algún modo el amor del psicoanálisis, esa pasión freudiana que tanto había marcado a Europa. Lo reinventó hasta fines del siglo XX, en un momento en que los herederos de la epopeya vienesa parecían sufrir una suerte de melancolía ligada con lo que he llamado la sociedad liberal depresiva, una sociedad donde los tratamientos del alma prefieren recurrir a la farmacología antes que a la difícil inmersión en el inconsciente.
Buenos Aires no es otra cosa que la nueva Viena, la nueva Jerusalén soñada por el occidente freudiano, algo que sólo es cierto en la medida en que la Argentina, con Buenos Aires como cabecera de puente, el psicoanálisis es en primer lugar y siempre Europa, una Europa ilimitada, multiplicada, sin fronteras.
De ahí una situación muy particular que confirió una hermosa vivacidad a esa extraña academia de intelectuales porteños tan distintos entre sí pero unidos por un exilio común, por pasiones violentas al estilo de las antiguas dinastías heroicas. Ellos fueron los fundadores de la escuela argentina de psicoanálisis, y sus herederos emigraron luego a Europa y a todas partes del mundo para formar una diáspora, como lo habían hecho antes que ellos los pioneros europeos, obligados a exiliarse por el fascismo. Pero más que reproducir la jerarquía de los institutos europeos y norteamericanos, en los que predominaba la relación maestro/ alumno, formaron más bien una “República de iguales” siempre exiliados o herederos de exiliados, y pensaron seriamente en acoger a Freud en su continente cuando se vio obligado a abandonar Viena. Se llamaban Enrique Pichon Riviere, Marie Langer, Ángel Garma, Arminda Aberastury… He conocido a sus herederos, a los que dediqué extensas entradas en el Diccionario del psicoanálisis.
En la Argentina, pues, el psicoanálisis es un flujo migratorio. Y así como cuando un europeo urbanizado llega a Buenos Aires experimenta una sensación de deja-vu, de inquietante extrañeza –como si estuviera en una ciudad que ya conoce, Barcelona o Madrid–, así, cuando se encuentra con un psicoanalista argentino, tiene frente a sí no sólo a un semejante sino una imagen curiosamente invertida de sí mismo. En esa torsión, en esa figura topológica que habría fascinado a Lacan si hubiera tenido la oportunidad de haber ido a Buenos Aires con la misma frecuencia con que iba a Roma, todo sucede como en un relato de Jorge Luis Borges, como en un cosmos cosmopolita a la manera de Borges. Las palabras son las mismas, las referencias son las mismas, los hombres y las mujeres son los mismos. La ciudad, por su parte, se parece a una torre de Babel -ciudad virtual por excelencia- que contiene todas las posibilidades, de manera que el yo ya no sabe si existe, si sueña o si es soñado.
Este fragmento dedicado a la ciudad de Buenos Aires forma parte del Diccionario amoroso del psicoanálisis de Elisabeth Roudinesco que acaba de publicar Debate; excelente ocasión para reafirmar la raigambre psi, histórica y cultural, de la Argentina.