Cada día a las 16.57, de lunes a viernes, se escucha puntualmente la voz de Carlos Gardel en Radio Nacional Folklórica. Es un talismán. Héctor Larrea oye con los ojos cerrados el canto del Zorzal y cuando todo está a punto de concluir toma un megáfono, apunta al micrófono y dice con una voz que se escucha metálica, anacrónica, citando al Mudo: “La barra completamente agradecida. Sentí a la barra”. La barra es su equipo y ese equipo integrado por Jorge Vaccaro (espectáculos), Gabriel Corona –alias Chocolate– (humor), Daniel Corujo (deportes), Gabriela Borrelli (literatura) y Alicia Cuniberti (locución) vocifera alguna frase de ocasión. Es un coro rantifuso, de esquina se diría.
Cae el telón del programa. Larrea entonces se pone su sombrero panamá y los lentes oscuros, toma su pila de discos –Julio De Caro, Frank Sinatra, Dyango, Brian Chambouleyron– y enfila para la calle Maipú. No hay, no puede haber, imagen radiofónica más dulce y melancólica que la de Héctor Larrea al desandar los pasillos del marmóreo edificio de Maipú 555. Todo parece detenido en el tiempo. La construcción fue concebida como una réplica de la BBC de Londres y fue primero Radio El Mundo. Una escuela para Larrea: las orquestas más populares de la década de oro del tango tocaban en el mismo espacio donde hoy se despide con un megáfono y con Gardel. También sus queridas agrupaciones de jazz y “características”. La tarde parece poblarse de fantasmas. La solidez cultural de Larrea se corresponde a la de ese edificio. Ríe con esa risa ancha que es su sello y acaso una de las más eficaces llaves que hace décadas abrieron el corazón popular. “¿Fantasmas? ¿Solidez?”, pregunta, con un tono irónico. Corta por lo sano: “Vamos a conversar al bar de Lavalle y Maipú”.
Es una máquina de recordar y, también, de alguna manera, una máquina de escaparse. Nació el 30 de octubre de 1938, y el aniversario redondo que se avecina parece tenerlo sin cuidado. Sabe el cotorreo que la proximidad de los 80 años genera a su alrededor; tiene conciencia plena del sitio legendario en el que lo ubicó el paso del tiempo, una suerte de justicia poética de la que él reniega. Seguramente se trata de humildad, pero también supone una suerte de cansancio existencial o un dispositivo defensivo. Se escapa: “No tengo ni idea cómo voy a festejar los 80 años. No sé, veré”, dice. “Yo voy día a día. Mi mayor superstición es creer en Dios. Hay gente que tiene supersticiones menores y, por ejemplo, pierde el tiempo en catalogar de mufa a alguien o cosas así. Yo tengo una superstición importante, que es creer en Dios”. Acomoda papeles: además del programa que conduce de 14 a 17 en Nacional Folklórica, la noche de los viernes en AM comparte con Bobby Flores Mirá lo que te traje, un programa pura música que funciona como un puente generacional y como espadeo y al mismo tiempo integración de estilos: jazz, soul, tango, bolero, blues, flamenco, funk. Una espacio en el que, como corresponde, pueden convivir Daniel Riolobos con Jimi Hendrix. “Bobby es muy generoso. Todo lo que puede decir de él es poco. Básicamente, es mi amigo”.
Si Cacho Fontana era cognac Tres Plumas y Antonio Carrizo, Borges, Héctor Larrea representa en el mundo simbólico radial al muchacho del taller y la oficina al que le cantó Moris. Hubo un tiempo en que “Rapidísimo” era la contraseña del trabajador que reía con los divagues cándidos de Mario Sánchez y se emocionaba con algún tango de Carlos Di Sarli. Era el programa de los taxistas que después sucumbieron ante el canto de sirena de derecha de Radio 10, otra evidencia de la pauperización de la sociedad argentina. “¿Ves? Quizás ahí esté el secreto. La base social que me seguía –y que me sigue aún hoy, en menor medida– es la más amplia... Es la gente de abajo, gente sencilla, más un poco de clase media. La radio es tal vez el medio más plebeyo y democrático. Y ahora, con whatsapp, más todavía. El tipo de arriba escucha otra cosa. Permitime que te diga igual que estoy a años luz de Fontana y Carrizo.
¿Por qué?
–Yo hago radio, ellos hacían arte.
Pero hay un juego de espejos entre los tres.
–No creo. Analizá las voces: ellos cambiaron todo. Son los fundadores. Conformaron universos propios y aportaron cosas muy diferentes. Carrizo aportó la inquietud de superación, un afán de aprender, de pensar a través de la lectura; Cacho impuso el programa de autor y fue más hacia el show. Lo mío va por otro andarivel. Traté de elevar el nivel a mí manera, módicamente.
¿En qué sentido te preocupaste por elevar el nivel?
–Yo cuando empecé a presentar shows en Bragado el que había leído dos libros era considerado Shakespeare. Traté siempre de que la vara no quedara baja, de evitar los lugares comunes. Como cuando –¡todavía hoy!– se escucha “un día como hoy...” ¿Cómo “un día como hoy”? ¿Llovía, hacía frío? Hay que evitar esas cosas. Viejo: ¡calentate por hablar mejor, por no decir obviedades, por contar bien! Al final la gente quiere que le cuentes lo mejor posible una buena historia. Le debo mucho a Conrado Nalé Roxlo. Me daba libros, me aconsejaba que leyera lo máximo que pudiera. Me cultivé como pude. Un locutor tiene que tener conocimientos de historia, de política, de filosofía. Y eso después lo combinás con la experiencia. Si algo me da la vejez es que observo mejor que no existen los absolutos, que hay cosas que son dignas de ser corregidas y cosas que no. De viejo se entiende mejor todo. Quizás sea tarde, lo sé. Lo que decía Bonavena.
¿Lo de la experiencia y el peine?
–Exacto. Es así. Ahora me pedís una reflexión de mis 80... No sé, ando medio triste por lo de mi mujer. Simplemente te digo: no se puede creer lo rápido que pasó todo. Mete miedo.
Tiene a su esposa Ely en un geriátrico, dos hijas, nietos. Lo de su mujer lo ensombrece, pero él mismo trata de desmarcarse, de poner una barrera a ese contundente dato de su vida cotidiana. Se define como un lobo solitario que se refugia en su casa de la calle Virrey Loreto en Belgrano hasta bien tarde eligiendo la música que va a pasar al día siguiente. Picotea jazz y tango, busca ideas en libros y en su propia memoria. Dice que está feliz porque encontró en una cueva un disco de vinilo con Alberto Podestá. Ahora tiene que pasarlo a digital (“nunca llevo vinilos”). Tiene tres o cuatro amigos, su guardia de hierro. Uno de ellos es Jorge Marchetti, guionista histórico de sus ciclos radiales y junto a Horacio Scalise el hombre que supo descontracturarlo. En algún momento Héctor Larrea dejó de ser el sobrio locutor de Bragado para convertirse en un entretenedor total. “Finalmente esa es mi misión. No hay que buscarle más vueltas. El oyente de radio quiere que lo entretengan. Lo mejor posible”.
Acaba de encontrar un disco de la española Martirio, lo separa para llevarlo al programa con Bobby Flores. Escucha de punta a punta el disco a dos pianos de Facundo Ramírez y Marcela Roggeri. Subraya algunas efemérides. Cranea cómo armar un bloque con Edith Piaf. Relee un libro de anécdotas sobre Jorge Luis Borges (“me hace cagar de risa Borges”). Piensa en Alberto Migré, en audios de algunas de sus telenovelas y cómo tratar su obra. “Migré para mí no es un autor menor, es el creador de muy buenas historias. Además los audios de aquellas telenovelas funcionan bien, porque provocan en el oyente una conmoción instantánea. Ahora con YouTube es sencillo. YouTube es una maravilla. Mi perdición”.
Borges, Migré, los pianos, Piaf... “He vivido siempre cerca de esas cuestiones. Pasé de largo del rock, no sé por qué. No así de Los Beatles. Tampoco del blues. Pero mi primer recuerdo tiene que ver con el tango. Mi viejo tocaba el bandoneón, que como todo el mundo sabe es un instrumento complejísimo, con cuatro sonidos: al abrir, al cerrar, mano derecha, mano izquierda. El me dio las primeras nociones de armonía. Y, por ósmosis, cacé toda la época gloriosa de las orquestas”
¿Cómo recordás a tu padre?
–De la mejor manera. Por una serie de cuestiones concatenadas, te diría que por él hago radio. Es larga la historia, tiene sus curvas.
¿Por qué?
–Mi viejo murió muy joven, a los 44 años. Yo tenía 10. Fue un tsunami familiar. Me acuerdo tanto de él... Lo que más me sorprende es que tengo muy presente el sonido de su voz. Tuvo un ACV, en esa época se le decía derrame cerebral. El dolor se metió en casa y fue terrible. Mi único hermano, mayor, había entrado en la Marina como suboficial y nunca estaba en casa, siempre andaba navegando. Me quedé solo con mi vieja.
Como en los tangos...
–Como en los tangos. Mamá había dejado de sonreír, usaba un luto total y desde entonces se dedicó a cuidarme. No hay nada más desolador para un niño que ver a su madre triste. Ella cosía, era costurera, tenía una Singer, trabajaba para talleres. Recibió ayuda de Evita. Yo para colaborar había aprendido a hacer algunas cositas, como pegar botones. El luto era tan riguroso, que ni siquiera se podía escuchar radio. Cuando pasaron tres meses de la muerte de papá, la cosa seguía igual. Hablé con una tía, con una prima, divinas, y tratamos de que mamá aflojara un poco. Al final permitió la radio. Los tiempos se me mezclan, pero la cuestión es que un día, mientras trabajábamos –ella adelante, yo atrás–, descubrí una pequeña sonrisa en la cara de mamá. Fue con el programa El relámpago, de Jaime Font Saravia. Iba por El Mundo y era muy gracioso. Lo conocí a Jaime mucho tiempo después, un caballero. En el medio de un sketch de El relámpago me di vuelta para hacerle un comentario y la descubrí sonriendo. ¡Yo imaginaba que mi vieja no iba a sonreír nunca más en su vida! Pensé: caramba, de lo que es capaz la radio. Salí a decirle a todos mis compañeros del colegio, como un loco, que la radio sanaba.
Había manejado ya la propaladora de Bragado. Pasaba música –”operaba”– y ofrecía productos; había presentado algunos números artísticos… En cada esquina de la avenida principal del pueblo había un parlante. “Había muchachos que se paraban en la esquina para escuchar los tangos que pasaba. Armaba segmentos de música. Yo tendría unos 13 años”.
Descubrió que tenía una destreza natural para comunicar, pero no se quedó en esa instancia pueblerina. “Éramos muy pobres. Tanto, que me gustaba ir al cementerio a visitar la tumba de mi viejo porque en el cementerio había sanitarios como la gente. Pobres, pobres. Yo quería trabajar en la radio de lo que fuera. No quería ascenso social, ni guita. Quería comer todos los días”.
¿Cómo llevabas esa pobreza?
–De chico no lo vivía como un problema. Estaba naturalizado. En el pueblo no te dabas cuenta, no había diferencias. Los chicos de las familias de plata iban al mismo colegio que yo, el hijo del escribano venía a casa a jugar y a escuchar música, y yo iba a la de él, y estaba todo bien. Porque en aquel entonces todos teníamos más o menos el mismo nivel intelectual, por decirlo de alguna manera. Había diferencias, por supuesto. Estaban los peronistas, los antiperonistas... Pero éramos amigos, gente sana.
¿Vos eras peronista?
–Sí. Peronista de aquel primer Perón y de Evita. Después no, me alejé. Recuerdo que Perón pasó por Bragado en la campaña de enero del 46, mis padres lo recibieron alborozados. Mirá: mi viejo tuvo muchos trabajos. Fue taxista y también boyero. La palabra boyero viene de “bueyes”, aunque al carro de él lo tiraban caballos. En su carro les llevaba comida y mate cocido a los peones del campo. Y fue él quien me contó del Estatuto del Peón, y de las mejoras que había impulsado Perón hacia los trabajadores. Un montón de gente de campo se enteró que tenía derechos. Mi padre me contaba que algunos peones decían, preocupados: “Esto al patrón no le va a gustar”. Ese es mi peronismo.
Era el sostén de una familia que se había reducido a él y su madre. Trabajó en la oficina contable de un frigorífico para parar la olla (“con el primer sueldo, 700 mangos, pagué toda la deuda que teníamos con el almacén”, dice) y un día no aguantó más y le mandó una carta a Antonio Carrizo, que había asumido como director artístico de El Mundo. Quería meterse cómo fuera en el mundo de la radio. A través de su secretaria, Carrizo le respondió que para empezar a hablar debía cumplir con tres requisitos: tener quinto año, cursar el Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica (ISER) y uno más vasto y si se quiero ambiguo que Larrea sintetiza en “alcanzar un buen nivel cultural”.
Peldaño a peldaño, como un soldado de Carrizo, Larrea cumplió con los requisitos, obtuvo algunos trabajos y a los 20 años se fue a vivir en oscuras pensiones porteñas para empezar a constituirse en lo que es: la última leyenda radial en actividad. “Costó llegar a Buenos Aires. Porque yo me había empleado en la DGI como perito mercantil, para que me trasladaran de Bragado a Buenos Aires. Pero me trasladaron a Pehuajó. Me quise morir. Pero seguí, lloré la carta y logré finalmente que me mandaran a Buenos Aires. Recuerdo que gobernaba Frondizi. El pacto con mi vieja era que una vez instalado la iba a buscar. Mientras, viajaba a Bragado cada 15 días o le mandaba guita.
Entró a Radia Antártida, seguía presentando shows donde fuera. Fue uno de los que impulsó a un hechizante cantante de Valentín Alsina que al principio solo aspiraba ser Elvis: Sandro. “El tema es que me hice muy amigo del padre de Roberto. Iba a comer a la casa de Alsina. Era muy grato conversar con los padres y ver el pedazo de artista que estaba naciendo”, recuerda. No para de recordar. Ahora está en el estudio de Radio Nacional. La luz se pone verde. Cada tanto tira alguna frase para el reportaje. “En una época me juntaba con el doctor Pueyrredón Arenales a escuchar un disco de jazz toda la noche, para degustarlo, para analizarlo. Poníamos un vinilo de, no sé, ponele, Bill Evans, y lo gastábamos”.
El doctor Pueyrredón Arenales era el nombre de ficción de Víctor Harriague que remitía en su doble apellido a las calles de la esquina de Radio Rivadavia. Pueyrredón Arenales era uno de los columnistas de Rápidísimo. La mención al histórico ciclo es una constante en las minucias cotidianas que lo rodean. Ahora mismo Chocolate está diciendo al aire un chiste que menciona al programa. Un meta chiste, como si Larrea no fuera Larrea, y como si el tiempo se hubiera detenido en una Spica recubierta de cuerina marrón: “Un día estábamos escuchando Rapidísimo. Y Larrea puso ‘El Choclo’. Vino una gallina y se comió la radio”.
La vida pasa rapidísimo
Rapidísimo comenzó en 1969 en Radio El Mundo. El 12 de marzo de 1973, a horas del triunfo de Héctor Cámpora, pasó a Rivadavia. Reemplazó a la mañana al Fontana Show: Cacho estaba harto de levantarse temprano. Un guión de hierro, las risas de las locutoras heredadas de Fontana, Rina Morán y María Esther Vignola, un poco de actualidad, mucho tango con Héctor Ernié y después Oscar del Priore y una lista de humoristas variopintos como Mario Sapag, Carlos Garaycochea, el Don Verídico de Luis Landriscina, Mario Sánchez y Carlos Russo, fueron los materiales de la fórmula que se mantuvo indestructible durante cincuenta años. En un momento, coincidió con el terrible suceso televisivo Seis para triunfar. Larrea era una especie de Tinelli: un muchacho del interior de la provincia de Buenos Aires que todo el mundo veía, que todo el mundo escuchaba, que todo el mundo quería de novio para su hija. Lo que pasaba por su influjo era oro, desde la catapulta a los quince minutos de fama de la “Señorita Li” hasta su cachet potenciado por los tironeos entre los canales de aire que lo querían tener en su grilla. “Seis para triunfar fue algo así como un golpe de suerte. Me gané unos mangos como para poder estar tranquilo. Me divertí mucho en esa época, pero era una popularidad tranqui”.
¿En serio pensás que fue suerte?
–Sí, mucha suerte.
¿Hiciste terapia alguna vez?
–Alguna vez, pero poco. Fui a ver a una fulana, porque tenía un lío en la cabeza. Ahora ya estoy resignado. Soy más raro que un perro verde.
Sos muy respetado por toda la generación de la Rock & Pop, por Alejandro Dolina, por todos los que renovaron la radio en los ‘80 y ‘90... ¿Qué te dicen?
–Son muy gentiles. Yo también los escucho y los respeto. Básicamente me parece que se acuerdan cuando iban a la escuela o estaban tomando la leche y en sus casas o en la calle se oía Rapidísimo.
Camina, ahora perdido entre el gentío de Lavalle. Las pocas disquerías que sobreviven pasan tangos para turistas. Se escuchan habitualmente ofensivas versiones electrónicas de clásicos de Gardel, “La Cumparsita”, “El Choclo”. Podría sonar “Para Héctor Larrea”, el tango que le escribió Osvaldo Pugliese. Podría sonar su amado Louis Armstrong, uno de sus grandes ídolos, cuya música viviseccionaba con sus amigos Alejandro Capuano Tomey o Gedalio Tarasow. Pero es otro imposible. Se detiene, muestra curiosidad por cuestiones que suelen pasar inadvertidas. Y dice: “Hacer radio es como respirar para mí. Pero no sé si voy a seguir el año próximo. No puedo saberlo. ¿Viste cómo somos los viejos? De pronto nos caemos y chau. No pasa nada. Nada es muy importante. Me cuido de la melancolía porque me puede atrapar y hacer daño. Soy terriblemente melancólico. Creo que ese sentimiento viene de la muerte de mi viejo. ¿Viste que siempre hay un hecho en la vida que te atraviesa para siempre? Yo creo que ese hecho fue la muerte de papá”.
Al día siguiente, todo vuelve a ser carcajada, música, cine, humor blanco, dosis equilibrada de guión y repentismo. A las 16.57 suena “Marioneta” por Gardel. Larrea toma el megáfono, apunta al micrófono y dice con una voz que se escucha metálica, anacrónica: “La barra completamente agradecida. Sentí a la barra”.
Del otro lado, en ese lugar misterioso que algunos aún insisten en llamar “éter”, la barra siempre responde.