El desarrollo de las técnicas de control y vigilancia son, en el campo intelectual argentino contemporáneo, un tema del cual se habla mucho pero no se investiga tanto. Digamos, hay un interés por esas técnicas y estrategias que se hace evidente por la repercusión de los trabajos de Foucault y por las derivas de la biopolítica italiana (desde Giorgio Agamben y Roberto Espósito hasta Andrea Cavalletti), pero, bien revisado, ese interés es de recuperación teórica para la producción en un campo disciplinar que poco tiene que ver con los modos de investigación que el propio Michel Foucault supo instalar en las ciencias humanas. En algún punto, la filosofía y los estudios literarios parecen, a veces, más foucaultianos que los trabajos de historia y sociología, los primeros, todavía apegados a un trabajo sobre el archivo más “de clase”; los segundos, aún atrapados en las ventajas y los límites de los análisis cuantitativos o en su opuesto radical, el ensayo interpretativo (desde Horacio González hasta Oscar Terán, Carlos Altamirano y un largo etcétera). La aparición de libros como Delincuentes viajeros, de Diego Galeano, resulta por demás refrescante frente a este panorama debido, precisamente, a que parte desde una mirada foucaultiana y desde un intenso trabajo con el archivo para generar una investigación por demás interesante en lo que respecta a los modos de construir la mirada del vigilante y la vida infame del punguista. 

Parece la letra de algún tango, pero no lo es. O lo es, en un sentido de intercambio, de reconstrucción de una época. Galeano vuelve al panorama de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX para estudiar la implementación y el nacimiento de las modernas técnicas de vigilancia, importadas de Francia o desarrolladas en las propias oficinas policiales de Buenos Aires o Río de Janeiro. Y, cómo parte de esa perspectiva foucaultiana, sabemos de antemano que la mirada del poder determina al sujeto mirado: en este caso, el “delincuente viajero”, esa figura de punguista, de profesional del hurto, a veces, en escalas que incumben sólo a las clases más adineradas (la clásica figura del estafador) que resulta también un profesional de la mentira y el cambio de identidad. Identificado en Buenos Aires, no era raro ver a ese mismo “especialista” escapando a Brasil, volviendo a foja cero su prontuario por el mero traslado a otra tierra. De ahí que uno de los puntos más interesantes del libro de Galeano es este cruce de archivos policiales correspondientes a las principales ciudades de Argentina y de Brasil. Lo que se pone en evidencia es el intento por parte de ambas policías de pautar modos de colaboración para identificar a estos ladrones.

“Desde el punto de vista de la historia social, hay dos ideas que encontramos en la obra de Foucault que pueden ser revisadas”, comenta Galeano. “La oposición entre los ilegalismos de abajo y de arriba, populares y poderosos, informa poco sobre una multiplicidad de prácticas delictivas vinculadas a la circulación de dinero, a la monetarización de la vida social, que tenían que ver más con la abundancia que con la carencia: robos a bordo de los barcos que llevaban a los inmigrantes, estafas interpersonales conocidas como ‘cuento del tío’, falsificación de dinero, fraudes de todo tipo. En las ciudades sudamericanas de la época del boom migratorio y de la bonanza agroexportadora, todo esto era muy visible, perseguido por policías que solían ser más pobres que algunos de sus detenidos, narrado por la prensa en torrentes de crónica policial. A su vez, el supuesto continuum coherente de los dispositivos de control limita mucho la comprensión de las fisuras, de los procesos históricos de negociación de autoridad y de construcción de la cuestión criminal, en los que no siempre los jueces, los policías, los periodistas y los criminólogos estaban del mismo lado. Trato de mostrar esas ambivalencias en mis investigaciones”. Ambivalencias, claro, que invitan a la participación de diferentes agentes de la mirada que aparecen en el libro: cronistas (Fray Mocho, João do Rio), innovadores en el campo de la identificación de delincuentes (infaltable el nombre de Juan Vucetich), policías de a pie, e incluso policías escritores y altos jerarcas en las fuerzas de seguridad; y hasta presidentes y políticos de renombre (Roca, Campos Sales, durante los años del terror por la expansión del anarquismo y la inmigración europea). Todos volcados a “pescar” a una de esas figuras en fuga constante, que son los delincuentes profesionales. 

En tren de seguir con el trabajo de la mirada y la identificación (que va desde el método antropométrico de Alphonse Bertillon hasta el estudio de las huellas digitales, técnica pionera de desarrollo argentino), podemos ver cómo se recortan ciertos nombres propios y hasta asociaciones que toman al delinquir como una práctica metódica. Por ejemplo, el caso de la “Maffia Criolla”, grupo que había sido fundado en 1909 con una estructura que implicaba la presencia de secretarios, presidentes y vocales, según un artículo firmado por el comisario Villamayor aparecido en la publicación argentina Sherlock Holmes. La “Maffia” tenía por fin ayudar a los que habían caído en prisión con comida y ropa para vestirse. Todo esto financiado a partir de una moderada cuota que implicaba una parte de lo que se sacaba en cada trabajo, asegurando la supervivencia en caso de “caer en cana”, además de reglar los modos de llevar adelante un atraco. Así, en documentos propios, la asociación determinaba cuándo se podía matar, dónde había que herir a la víctima de robo para amedrentarla sin lastimarla demasiado y otro tipo de códigos del buen ladrón. ¿Cómo no ver, en ese artículo de 1923, el mismo espíritu que después se repite en ladrones más literarios, como la agrupación armada románticamente por Astier en El juguete rabioso, o los mismísimos “siete locos” de la novela posterior de Roberto Arlt?

Con otros personajes que llaman la atención, como el Conde Terol de Palma o el brasilero Dr. Antônio, “ratones de hotel” que fingían pertenecer a la aristocracia para robar a los más ricos en sus vacaciones, Delincuentes viajeros es una investigación imprescindible para entender la constitución de las técnicas contemporáneas de control e identificación de la sociedad al mismo tiempo que reconstruye las historias disparatadas de ciertos chantas que no pueden menos que caernos simpáticos. Se sabe eso de que ladrón que roba a ladrón, y tal. Pero si el hurto deja la huella de un estilo, bien amerita que el perdón de cien años sea literario, con nosotros leyendo en 2018 las avivadas de los pungas del 1900. Eso sí es un lindo tango.

Delincuentes viajeros: Estafadores, punguistas y policías en el Atlántico sudamericano Diego Galeano Siglo XXI 288 páginas