Comprender una sociedad como la nuestra resultó siempre difícil para los extranjeros. Lo complicado es cuando la propia sociedad no puede comprender lo que le sucede a sí misma. Cuando la posverdad domina al punto de opacar lo que aún resta de verdad objetivable. No se incluye en ella la mutación de discursos, pues éstos responden a estrategias electorales y a ideologías. Pero el nivel de mentiras, a veces turba. Así, no deja de asombrar que la grieta impida pensar con claridad a los ciudadanos.

Existe un período ciego en las estadísticas que corresponde a la inflación ocurrida entre diciembre de 2015 y abril de 2016 y también uno que corresponde al valor de la línea de pobreza interrumpido a comienzos de 2014. A pesar de eso es factible reconstruir en parte, algo de lo ocurrido. El valor de la canasta de alimentos era de 577 pesos en diciembre de 2013. Hoy ese valor es de 6753 pesos. Si en cada caso dividimos estos valores por el tipo de cambio vigente a esas fechas da 93 dólares para 2013 y 176 dólares para septiembre de 2018, con un dólar promedio de 38,30 pesos. Esto significa que esa canasta, que determina el valor de la línea de pobreza, se incrementó en 1070 por ciento. En el mismo lapso, la inflación empalmando las series corregidas del Indec arrojan 229 por ciento y el tipo de cambio 506 por ciento. 

Frente a estas cifras llama la atención que algunos economistas y algunos empresarios por igual supongan que el problema reside en el excesivo gasto público (para ellos supuestamente improductivo). ¿Se olvidan del precio de los alimentos, su impacto sobre el salario y el papel de las retenciones? ¿Del problema de administrar divisas escasas? Igual, la devaluación licúa el gasto.

Pero esas estadísticas corresponden a un período muy extenso. Vayamos a las del Indec desde abril de 2016. En este caso, se tiene lo siguiente: a) el costo de la canasta de alimentos se incrementó de 3663 a 6753 pesos, un incremento del 84 por ciento, porcentaje similar al de la inflación; b) el salario mínimo vital y móvil pasó -en ese lapso–, de 6030 a 10.000 pesos, creciendo nominalmente 67,8 por ciento. Se infiere entonces una pérdida de poder adquisitivo en pesos superior al 11 por ciento, pero expresado en dólares el salario se deterioró entre abril de 2016 y septiembre de 2018 en un 38 por ciento. Así, siguiendo las cifras del Indec con sus estadísticas revisadas y con las del Banco Central, se infiere que para no ser pobre una familia debe percibir entre 1,7 y 2,2 salarios mínimos. En abril de 2016 debía percibir entre 1,5 y 2,0 salarios mínimos. ¿Una distorsión estructural?

Veamos ahora el lado de algunas de las variables clave que debían ser saneadas. La producción de petróleo crudo ha sido el año pasado 14 por ciento inferior a la media de 2015 y la de gas natural apenas si se incrementó 4 por ciento, mientras que las importaciones de gas, en volumen, permanecen casi igual desde 2014. Todo ello a pesar de las muy fuertes mejoras en los precios percibidos por los productores y de las mayores tarifas pagadas por los usuarios. Esto estuvo muy lejos de resolver la crisis que se debía resolver por lo que aún hoy pesan los subsidios energéticos en las cuentas públicas. Originados ahora en precios estímulo contra resultados magros y promesas fantasiosas que solo pueden hacerse frente a mucha ignorancia. 

No es necesario mencionar el festival de tasas y endeudamiento que alimentaron la inflación. Esto no es un país normal. Ningún ciudadano/a desconoce esto. Pero nuestra realidad se lee a través de la grieta y sus sesgos. Por eso se lee pero no se interpreta para generar soluciones como nación. Los fantasmas lo impiden. Si se es disidente: el ostracismo. En él mientras muchos se han hecho ricos –muy o más ricos– sin trabajar. Sin crear riquezas y empleos para la sociedad. Destruyéndolas. Muchos creen que solo ellos trabajan y merecen gozar de la vida.

Mientras esta historia sucede en la Argentina, los países desarrollados han aprendido del círculo virtuoso de sostener un gasto público acorde a las necesidades de crear riqueza, infraestructura, sostener la educación, la innovación, la salud y los sistemas solidarios que crean y sostienen la riqueza creada y repartida con mayor equidad. Por cierto, no son países comunistas, ni se debaten en disputas campo–ciudad propias del siglo XIX. Tampoco se enfrascan en discusiones virulentas sobre cuestiones superadas por la historia. Menos denigran el valor del estudio ni la esperanza de sus jóvenes. Supieron hacer del estudio y del trabajo algo digno y respetable aún para los inmigrantes que a veces los atemorizan. Hicieron algún esfuerzo por comprenderse y no quedar atrapados sin salida en una grieta prefabricada. Tal vez en otras latitudes. Lo paradójico es que soñamos con ser como ellos y pareciera hacemos lo imposible por no serlo. Incomprensible.

* Vicerrector de la sede andina de la UNRN, experto en energía.