Estamos a pocas horas de que Brasil decida su futuro como nación.
No está en juego una elección competitiva, republicana y abierta entre dos candidatos de signos ideológicos opuestos. Está en juego un modelo de sociedad, o sea, un modelo de vida. Está en juego también el futuro de América Latina, ya que la emergencia de Jair Messias Bolsonaro constituye mucho más que un original invento brasileño, como el carnaval o la caipirinha.
La elección de este domingo actualiza un aprendizaje que nunca deberíamos haber olvidado: nadie está inmunizado ante los riesgos de la pandemia fascista. Simplemente, porque el fascismo y los fascistas siempre han estado entre nosotros. El fascismo comienza a ganar su batalla cuando suponemos que la democracia se defiende a sí misma y que el cuestionamiento a su legitimidad está fuera del universo de opciones políticas de las élites, de las clases medias y de los sectores populares.
El caso brasileño es paradigmático porque estamos ante la posibilidad de que, por primera vez, en el ejercicio pleno de la soberanía popular, pueda llegar al poder un ex militar que hace 27 años ejerce como diputado nacional, fustigando la institucionalidad democrática, realizando apología de la tortura y de los torturadores, de las dictaduras y de los dictadores. En definitiva, 30 años después del fin de una dictadura que duró 21 años, Brasil puede nuevamente consagrar un estado de excepción, autoritario y despótico, sustentado ahora en la legalidad democrática.
Los demócratas solemos sorprendernos cuando los no demócratas hacen alarde de su odio a la democracia, sin muchas veces reconocer que ese odio puede estar anidado en un descontento popular que puede no exponerse públicamente con la misma virulencia narrativa que exponen los enemigos de la libertad.
El informe de Latinobarómetro del año pasado mostraba que, en América Latina, el reconocimiento público de la democracia viene sufriendo un lento, pero persistente deterioro. El dato es de por sí alarmante, ya que estamos atravesando el más largo ciclo democrático de nuestra historia como naciones independientes. A uno de cada cuatro latinoamericanos le resulta indiferente la democracia y le daría lo mismo vivir en otro tipo de régimen político.
En Brasil, la situación se presentaba de una forma aún más dramática.
Buena parte del mundo observaba con incredulidad cómo, en 2016, una presidenta elegida por 52 millones de ciudadanos era destituida mediante una farsa parlamentaria y jurídica, sin que casi nadie saliera a la calle a defenderla. Ese mismo año, sólo el 32 por ciento de los brasileños decía apoyar la democracia y confiar en ella. Al año siguiente, sólo el uno por ciento de la población sostenía que Brasil tenía una democracia plena.
Según la escala elaborada por Latinobarómetro, Brasil era, en 2017, el país con menor índice de desarrollo democrático: 4,4; por debajo del promedio regional: 5,5; y muy por debajo del país con mayor desarrollo democrático de la región, Uruguay, con 6,9. Apenas el 13 por ciento de la población brasileña se mostraba satisfecha con la democracia y 97 por ciento sostenía que la democracia sirve para que los poderosos gobiernen en su propio beneficio. Una situación que se volvía más frágil cuando se observaba que, en un contexto de desconfianza con relación a todo, 69 por ciento de los brasileños confiaban en las iglesias (no necesariamente en la tradicional iglesia católica, sino en las emergentes y poderosas iglesias neopentecostales), 50 por ciento en el ejército, 27 por ciento en el poder judicial y sólo 11 por ciento en el parlamento, 8 por ciento en el gobierno y 7 por ciento en los partidos políticos.
Las democracias, alertó recientemente Boaventura de Sousa Santos, pueden morir democráticamente.
En este contexto, que la izquierda y el progresismo brasileños hayan pensado que el principal riesgo era el neoliberalismo y que una alternativa autoritaria, fascista, era lejana para el país, no fue más que un inmenso error de cálculo.
Aunque “la era del fascismo se encuentra cada vez más alejada en la historia, su retórica política parece hallarse permanentemente con nosotros”, sostuvo alguna vez uno de los mayores especialistas en la materia, el historiador y catedrático emérito en la Universidad de Wisconsin-Madison, Stanley Payne.
Una perspectiva semejante expuso el gran Umberto Eco en su célebre conferencia, Contra el fascismo. Entendido como retórica de alcance universal, Eco sostendrá que “se puede jugar al fascismo de muchas maneras y el nombre del juego no cambia”. Así, “el término ‘fascismo’ se adapta a todo, porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos y siempre podemos reconocerlo como fascista”. Eco enumera 14 características del “fascismo eterno”, aunque sólo algunas de ellas alcanzarían para poner en riesgo cualquier democracia republicana: el apego irreductible a la tradición; el hartazgo con la modernidad; el culto a la acción y el desprecio al pensamiento; el odio a quienes se oponen a la “verdad”; la fobia a la diversidad; el aprovechamiento del sentimiento de frustración de las clases medias y de los sectores populares con la política; la xenofobia; la consideración del enemigo como siendo, al mismo tiempo, demasiado poderoso y demasiado débil; la apología de la violencia y de la guerra; el elitismo; el heroísmo mesiánico; el machismo y el culto al patriarcado; la adoración del líder como único intérprete de la voluntad común; la pobreza lingüística, la sintaxis primaria y el rechazo al razonamiento complejo.
Jair Messias Bolsonaro, como ya lo hemos dicho, no es la causa sino la consecuencia del régimen de excepción que se instaló en Brasil desde el golpe a Dilma Rousseff y la prisión arbitraria y sin pruebas del ex presidente Lula. Su fortaleza reside en que su liderazgo se apoya en una profunda crisis de legitimidad de la democracia, en una sociedad marcada secularmente por el racismo, el colonialismo, la tradición esclavista, oligárquica y autoritaria, cumpliendo no alguna sino todas las 14 dimensiones del fascismo eterno que enumera Umberto Eco.
De esto se han dado cuenta hasta los liberales y neoliberales demócratas del país. Aunque quizás ya sea demasiado tarde.
* Secretario ejecutivo de Clacso y profesor de la Universidad del Estado de Río de Janeiro.