Morir de amor pateó el tablero de la pantalla chica argentina. La ficción que Telefe estrenó la semana pasada, con emisiones los miércoles a las 23.30, transgrede aquella idea conservadora que dice que la TV abierta argentina debe resguardar ciertas formas para intentar atrapar al mayor público posible. Morir de amor cuestiona la comodidad usual del medio, por momentos incluso la hace añicos, poniendo en pantalla una ficción políticamente incorrecta, perturbadora y en la que la muerte no se maquilla poéticamente sino que se explicita de modo cruento. Probablemente no haya habido una ficción local que enchastre con tanta sangre la pantalla chica como la serie que ya está disponible íntegramente en Cablevisión Flow. Suerte de oscuro thriller romántico, esta ficción no teme en asumir un registro estético y narrativo en el que lo truculento y lo sórdido forman parte de un coctel audiovisual disruptivo, donde lo sexual asume formas peligrosas. El Tánatos y el Eros freudianos sirven de pulsiones dramáticas que se entrelazan impulsivamente en Morir de amor.
Será porque la TV abierta debe empezar a pensar más allá de sus límites tradicionales, o porque detrás de la propuesta se encuentra Anahí Berneri (la directora de Alanis); lo cierto es que Morir de amor ofrece un contenido distinto a lo viejo conocido en la pantalla chica. La idea de contar una historia de amor, muerte y dolor entre personajes que enfrentan una enfermedad terminal y un asesino que esconde un pasado que pareciera ser el móvil de su –a priori incomprensible– accionar resultaba atractiva desde la misma génesis. La decisión de contarla sin rodeos ni prejuicios, con una acción que avanza sin temerle al morbo, y con diálogos directos y contundentes, terminó de plasmar una ficción que no tiene la pretensión de agradar y que siempre se las rebusca por huir del término medio. En Morir de amor todo es intenso. La serie parece haberse concebido bajo una máxima: ante la duda, el exceso.
“Claro que me voy a morir. Vos también, igual que tu papá y tus amigos: todos nos vamos a morir”, le vomitó en el primer episodio Helena (Griselda Siciliani) a su hijo César, ante la sospecha del adolescente de que su madre sufre de alguna enfermedad mortal que intenta ocultarle (en vano). La respuesta de Helena no expresa otra cosa que la bronca y la angustia que siente la abogada al conocer que ella también sufre de una enfermedad que hasta no hace poco sólo era potestad de los clientes que se acercaban a la empresa de medicina prepaga para la que trabaja, con la esperanza de que les autorizara el tratamiento para atender sus diagnósticos. Con una velada crítica al sistema de salud, a sus arbitrariedades y a sus finalidades, Morir de amor cuenta una trama que toma postura sobre el “negocio” de la medicina prepaga pero sin aleccionar. Es un aspecto que sobrevuela como un elemento presente, pero siempre tangencial, fuera de campo.
La manera en que Helena asume su enfermedad es apenas un aspecto de una trama compleja y rebuscada. La aparición en su vida de Juan Deseado Molina (Esteban Bigliardi), un misterioso meteorólogo que perdió a su mujer enferma mientras él se encontraba en una expedición en la Antártida, da pie a una historia en la que ambos personajes se proponen descubrirse, y se atraen a la vez que se rechazan. Envuelto por el dolor de la pérdida, las trabas burocráticas del sistema de salud y un pasado que no puede enterrar, Juan toma la extraña decisión de involucrarse con mujeres enfermas que deambulan por la clínica privada, para seducirlas y luego asesinarlas en los más extraños rituales. Parco, distante y calculador, Juan no da pistas sobre el móvil que lo lleva a convertirse en un oculto asesino serial. ¿Las mata por venganza? ¿Por mero placer psicópata? ¿Acaso por misericordia?
Morir de amor hace de la incomodidad su principal atractivo. La combinación entre lo explícito (las escenas sexuales y las de los asesinatos) y lo sugerido (todos los personajes ocultan algo) genera un clima de tensión constante en los televidentes. La acción dramática de la serie se potencia, incluso, con el contraste narrativo representado por el frío y distante relato en off de Rocío –la mujer de Juan– de su diario íntimo, en el que escribió las sensaciones que fue reconociendo durante los últimos meses de su enfermedad. Ideada por Erika Halvorsen y Gonzalo Demaría (Amar después de amar), Morir de amor fue escrita y desarrollada en doce capítulos por Sebastián y Federico Rotstein.
Esa narración sucia y extraña, con vínculos forzados y nunca relajados, cuenta con el acompañamiento de una estética que vuelve aún más viscoso el devenir tenebroso de Morir de amor. La puesta de cámara, nunca estandarizada, es capaz de pasar de primerísimos planos a proyecciones de imágenes sobre paredes, que le imprimen al relato un particular tono lúgubre, siempre insinuante. En este aspecto, el asesino compuesto por Gigliardi, de gestos escasos pero inquietantes, transmite una parquedad aterradora. En un registro completamente distinto al conocido, Siciliani acierta en la interpretación de Helena, esa mujer atascada entre la vida y la muerte. Sin prejuicios ni temores, Morir de amor es una ficción tan espesa como atractiva.