Con Tom à la ferme (2014), una película incómoda por donde se la mire, Xavier Dolan había conseguido llevar a un límite eso que estaba en potencia en sus películas de la adolescencia. Ya no había que justificar sus abusos narcisistas de youtuber diciendo que era la película hecha por un pibe canadiense de 17 años, sino que había una potencia demasiado elocuente, con una suficiencia que implicaba no solo ponerse a dirigir sino también a protagonizar un melodrama físico y asfixiante. Siendo esa su cuarta película en apenas cinco años, la madurez del cineasta de Quebec era tan precoz como su carrera ascendente en el mundo del cine, convertido en la mascota de Cannes, donde se insiste en ubicarlo en el ojo de la tormenta de la cinefilia festivalera. Tom à la ferme narraba la visita de un joven gay viudo a la casa de campo de su suegra y su cuñado, enfrentando el silencio de una vida donde la represión es una barrera brutal en lo más cotidiano de la experiencia. Era una película sobre la intimidad de la violencia heterosexista y patriarcal que no respeta ni el duelo. Pero, al mismo tiempo, la película hablaba de la resistencia del deseo y del magnetismo y la supervivencia del homoerostismo a pesar de todo, a pesar del rechazo, la represión y el dolor. Una lógica claustrofóbica y contradictoria, sin una salida clara, se instalaba como tensión en la película, generando quizás una obra queer impar, que podía recordar al Fassbinder soportando con el cuerpo la densidad ideológica de las tensiones sociales.

No sabemos si es porque le salió muy bien y quiso repetir o porque simplemente quería una versión un poco más accesible y con menos brutalidad, pero a Dolan se le ocurrió que tenía que, de alguna manera, reescribir aquella película y filmó Es sólo el fin del mundo, con la que ganó el premio especial del jurado del Festival de Cannes. Pero lo que aquella tenía de intensa, ahora se diluyó al punto de que dudamos del verdadero talento de Dolan. También basada en una obra de teatro, esta vez de un dramaturgo francés, la película repite como tics muchos rasgos de Tom à la ferme: un gay vuelve después de 12 años al campo a visitar a su familia para intentar anunciarles su inminente muerte. El gay en cuestión es del mundo del teatro, su madre es ingenua y se maquilla como una “travesti” (Dolan dixit), su hermana es medio dark y emo, fuma porro en el sótano y dibuja repetidamente un ángel con un ala mutilada, el hermano es rudo sin pausa durante toda la película, y la cuñada es una sometida que no reacciona a la humillación constante a la que la somete su marido. Padre ausente, claro. Esas son todas y cada una de las características de los personajes, no pidan más, hay que arreglarse con poco. La película, que tampoco hace nada de nada para airear su base teatral, es un psicodrama de clisés en forma de títeres de carne y hueso, que parlotean para intentar sugerir tensiones que, en la repetición de los mismos guiños psicológicos sin sutileza, más que sugestión hay redundancia, tautología, tedio. Y si querían más recursos gastados: como el presente es angustiante, los flashbacks de la infancia y la adolescencia son luminosos hasta encandilar. Se puede partir de lugares comunes para darles una vuelta de tuerca, pero Dolan se enrosca y no consigue las herramientas para ajustar la trama. Hasta cae en el clisé del relato del gay que muere al final (bueno, en realidad no muere uno, sino los únicos dos gays de la película: eso sí, uno muere a través de una alegoría, porque no vaya a ser cosa que Dolan deje de ser un artista). Hay tanto clisé que hasta suena “Dragostea Din Tei” de O-Zone (sí, la canción que, en su cover en español, se coreaba como “fiesta, fiesta, pluma, pluma gay”): es obvio que se quiere usar irónicamente pero, como la película es tan obvia en sus diálogos de primeros planos inocuos, la melodía popera funciona como lo mejor, y lo más interesante, que se puede escuchar en todo el metraje. Porque a Dolan parece que se le acabó la pluma.l

Es sólo el fin del mundo se estrena este jueves.