Por momentos parece una danza africana porque las parejas tienen el torso hacia abajo, mirando al piso, con las rodillas flexionadas, como si hicieran reverencias a algún dios subterráneo. En el swing hay un líder y un seguidor (el follower), sin importar el género, y para que el asunto prospere tiene que surgir algún tipo de conexión entre ambos, que en el peor de los casos se va construyendo sobre la marcha. “Es un baile alegre que busca la integración”, dice Juan Pablo Rabino justito después de dar su clase de los viernes a la noche en La Paz Arriba, el bar cultural de Montevideo y Corrientes que se está convirtiendo en epicentro de la movida del swing porteño: hay clases desde las 21, banda residente a las 23 y bailongo generalizado hasta empapar la camisa.

“Quisimos que aquí se diera el primer contacto de la gente con este baile, que fuera una propuesta totalmente inclusiva. Y hay veces que también somos Suiza, un territorio ‘neutral’ que los profes de swing eligen para venir a pasarla bien”, dice y se ríe Germán Weigert, batero y uno de los que armó la movida junto a Rabino y al violero y periodista Javier Lewkowicz, con quien desde 2013 venían tocando en las veladas swingueras del club cultural La Minga, de Boedo.

Weigert y Lewkowicz están ahora en Swing After Office, la banda de los viernes de La Paz Arriba, que va rotando cantantes e invitando músicos. Tiempo atrás, Lewkowicz había fundado una revista cultural (Turba) junto a Sebastián Masquelet, quien terminó alquilando la planta alta de la Confitería La Paz. Hasta octubre de 2016, el local era un billar penumbroso en vías de extinción, pero hacia fines de ese año mutó en bar cultural con nuevas actividades, a las que se incorporaron las noches de swing. Así fueron cocinando el agite junto a Juampi Rabino, con una remada importante en los primeros meses hasta derivar en lo que es ahora el boliche cada viernes: un paraíso de lindy hop para curiosos, debutantes y avanzados, según la franja horaria.

“Ya desde 2014, cuando estábamos en La Minga, veíamos lo que generaba este baile y queríamos que viniera gente nueva”, explica Weigert, que precisa lo acotado pero apasionadamente fiel que es el mundo del swing: “Serán unas quinientas personas las que bailan, pero son muy manija”. El mapa del swing porteño tiene orquestas conocidas como La Porteña Jazz Band, La Antigua Jazz Band, la Jazz Believers y los Swingsters; varias escuelas de renombre, como Swing City, Baila Swing, Cultura Swing, Swing Out Studio o Cultura Swing Biggeri Bros; y profesores/coreógrafos de gran nivel que dan clases acá y en el exterior, como Juan Villafañe, Maxi Prado, José Zarazaga y Luciana Salinas, entre otros. “Son nuestra primera generación de bailarines, que a los 18 se juntaban a mirar videos de lindy hop para aprender los pasos”, comenta el profesor Rabino, todavía transpirado por la clase que viene de dar y en la que, estoico, nunca se sacó la boina.

Cuentan los historiadores que luego de la Segunda Guerra Mundial, sin plata para costear las big bands del género (con las de Count Basie y Duke Ellington entre los referentes), el swing y su baile coreográfico se iban desvaneciendo como Michael Fox en la foto instantánea de Volver al futuro. El lindy hop fue casi una danza muerta hasta entrados los ‘80, cuando empezó a resurgir en Europa gracias a Frankie Manning, el gran lindy hopper de todos los tiempos. Manning se había oxidado trabajando de empleado postal entre 1955 y mediados de los 80, pero ya anciano le enseñó los pasos a una nueva generación de bailarines. Parte de esa tradición sigue viva en este primer piso. Lo dice Flora Alonso Mangiarotti, que capitanea este bar donde otras noches se bailan milonga o choró. Y avisa sobre la intensidad de la comunidad swingeril: “Esto los viernes es manija nivel dios”.