Un recuerdo que no recuerdo, que sólo describe una fotografía borrosa, suelo repetirlo como documento de identidad, “aprendí a caminar en la vereda de la calle Balcarce, en la puerta de mi tía Coca, de quien me solté de sus manos para dar mis primeros pasos autónomos hasta sentarme sobre el umbral de su casa.” Algunos años después, sobre la misma vía, a la altura del 1200, estudié la Historia y sus alrededores. Repetí el viejo chiste, “todos los próceres tenían nombre de calles”, aprendí de memoria tanto la materia obligatoria con el fin de aprobarla como la nomenclatura de las arterias de la ciudad con el único propósito de no perderme. A los ilustres famosos, a quienes había recortado de la revista Billiken, fácilmente reconocibles en los billetes de curso legal, se los podía caminar por el centro comercial. Mitre, Sarmiento y San Martín siempre estuvieron presentes en mis primeras citas. Un tal Roca, que evidentemente había sido presidente, me servía como referente para buscar la puerta trasera del interno de la línea 10 en mis esperadas caminatas de los días sábados por librerías y disquerías de la zona céntrica. Mi Echesortu natal estaba surcado por nombres de departamentos de una provincia que no contaba con una historia escrita o en su defecto estaba muy poco difundida. En los tiempos en que Lito Nebbia nos advertía desde el vinilo, “Si la historia la escriben los que ganan / eso quiere decir que hay otra historia / la verdadera historia, quien quiera oír que oiga…”, sentí la necesidad de conocer el pasado. En el boliche de Calicho se hablaba de lo prohibido. Don Acosta, el eterno sodero del barrio, era el bibliotecario de los libros quemados, enterrados, censurados. Aseguraba haberlos leídos a todos. Se sentaba en soledad en la mesa contra la ventana, tomaba sin apuro su vino sin soda para después seguir con el reparto. Resultaba contraproducente hacerle preguntas concretas, era mejor esperarlo, le gustaba hacer de jurado en discusiones políticas. Con su dedo índice delante de su boca emitía un sonido similar al de sus sifones, “la soberbia de la ignorancia no conoce fronteras, antes de hablar es preciso saber”, decía antes de emitir sus sentencias. “El General Balcarce incendió la Villa del Rosario en 1819”, “Julio Argentino Roca fue un genocida de los pueblos originarios, restaurador de la esclavitud en el siglo XIX”, “como hijos obedientes del mitrismo no tuvimos el coraje de hacerle un puto homenaje al Brigadier López, la plaza que lleva su nombre se refiere a su hermano”, “no me vengan con pavadas, la historia humana está escrita por sujetos, nunca puede ser objetiva”. Sus fugaces lecciones olían a proclamas, consignas, titulares a desarrollar, su huída resultaba inminente, un camión en marcha lo estaba esperando en la puerta. Ayer nomás, cansado de encerrarme encerrando pájaros, podando raíces en macetas de plástico, decidí cumplir con mi destino de ermitaño mudándome al límite norte del municipio, pegado a Granadero Baigorria, sin percatarme que detrás de mí llegaban diez mil personas dispuestas a construir un barrio nuevo. Fue apasionante ver levantar viviendas en el medio de la nada de la mano del Estado, organizar una comunidad con habitantes de distintas zonas, ver fundar una escuela, un jardín de infantes, un centro de salud. Los graves problemas como la falta de agua y de transporte se fueron solucionando con esfuerzo y solidaridad. Susana, enfermera del Vilela, parecía una profesora de matemáticas tirando coordenadas para arribar a su hogar, “Gracias vecino por acercarme, vivo en el 3298 del 1369, casi esquina 13104.” Hacía falta humanizar el plano. Una bella idea fue implementada para tal fin. Alrededor de mil votantes entre alumnos, padres, docentes y no docentes de la escuela número 1400, eligieron entre varios apellidos emblemáticos de la región los nombres para bautizar el lugar junto a dieciséis pasajes. Luisito, almacenero de la flamante calle Alma Maritano, reflexionó esperanzado: “Ahora, cuando tomemos un taxi en boulevard Oroño, capaz que suavizan la estigmatización, no sólo no se van a negar en traernos hasta la Zona Cero, posiblemente le arranquemos una sonrisa al tachero al señalarle como rumbo el Barrio del Negro.” Como toda persona en plena etapa de alfabetización, mi nieto se para frente a todos los carteles para deletrearlos. En la última caminata hasta los juegos de la plaza Roberto Fontanarrosa, se detuvo ante una nueva señalización urbana. Después de leerla con mucho esfuerzo me preguntó, “Abuelo, ¿quién fue Eduardo “Lalo” de los Santos?” Respiré profundo antes de contestarle, “fue un músico integrante de La Trova… un poeta que le supo cantar a sus orígenes. Guarda mi memoria un festival en el estadio cubierto de NOB, creo que se llamó Rocksario, allí lo vi pararse frente a la multitud con su guitarra y cantarnos, “Rosario es el parque Independencia/ un silencio que huele a poesía en el rosedal/ es el gris del cemento que arrulla un río somnoliento/ que despierta al llegar un domingo de Ñuls y Central.” Dicen que cuando una mamá le enseña a caminar a su hijo, ríen los dos, más cuando es el hijo quien ayuda a caminar a su madre, ambos lloran. De regreso del paseo pude observar a una criatura soltarse de los brazos de una mujer intentando dar sus primeros pasos mientras un hombre le tomaba fotos con un celular en el medio de un clima de total felicidad. Seguramente una sensación muy distinta a la mía, en otro contexto, el de una ciudad decidida a crecer desde el pie, experimentará el caminante cuando hurgando en el recuerdo de una fotografía se anime a preguntar en voz alta, “¿Quién fue Rubén Naranjo?”
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