En El Cascanueces y los cuatro reinos, nueva producción que se suma al universo clásico de sus princesas, los Estudios Disney vuelven a trabajar con materiales conocidos. Esta vez se trata de la adaptación del cuento El cascanueces y el rey de los ratones, escrito por el alemán E.T.A. Hoffmann a mediados del siglo XIX. Pero también del conocido ballet El cascanueces, uno de los más populares del músico Pyotr Tchaicovsky, que Disney ya utilizó de forma parcial en su clásico de 1950, Fantasía. Desde lo narrativo esta nueva versión se mantiene cerca del original, pero también vuelve a aprovechar la partitura y las coreografías de la obra del maestro ruso.
Si bien el diseño del mundo imaginario resulta asombroso –dentro del estilo barroco y recargado usual en Disney–, el traspié de El Cascanueces y los cuatro reinos ocurre en el terreno de la representación. En la hibridez con que por un lado busca encajar en los patrones actuales de lo políticamente correcto (ej: la construcción de un elenco multicultural, aún cuando genere evidentes problemas en el verosímil), pero sin atreverse a llevarlo hasta las últimas consecuencias. En la misma línea se encuentra la dificultad para apartarse del retrato femenino más conservador que define a sus princesas.
La historia transcurre en Londres durante una Nochebuena a fines del siglo XIX. Clara Stahlbaum es una adolescente que acaba de perder a su madre y el dolor la lleva a enfrentar a su padre, quien vive el trance con culpa. La familia pasará la fiesta en el palacio del inventor Drosselmeyer, padrino de Clara, quien como regalo la conduce sin que ella lo sepa a un mundo de fantasía, al que se ingresa a través de una de las habitaciones del castillo.
Ya los nombres que reciben los personajes masculinos y femeninos que Clara conocerá en su aventura expresan lo anacrónico de la adaptación. Mientras ellos son bautizados con nombres de escritores (Hawthorne o el propio Hoffmann), las reinas interpretadas por Keira Knightley y Hellen Mirren reciben nombres “de nena”, como Sugar Plum (una mermelada de ciruelas navideña) o Mamá Jengibre.
La acaramelada superficialidad de la puesta en escena también permite que se produzcan situaciones curiosas. Como que el Principe Azul en este caso sea negro, gesto en favor de la “integración racial”. Pero hasta ahí llega la audacia: Clara y su príncipe oscuro jamás se besan. El la acompaña hasta la entrada mágica y taza, taza… cada uno a su casa. La fantasía Disney también tiene sus límites.