Una semana atrás, en estas mismas páginas se escribió sobre Locamente millonarios. La gran sorpresa de la taquilla norteamericana de 2018 –aquí su performance fue apenas discreta– agrupa un elenco de origen enteramente asiático y sitúa su acción en Singapur, donde las vísperas de un casamiento tensan la relación de una pareja de origen chino aparentemente sólida y estable. Pero su trama abraza todas y cada una de las imposiciones de las comedias románticas tradicionales: la raigambre asiática que promete su título original (Crazy Rich Asians) licuada por la búsqueda de globalidad de Hollywood. Algo similar puede decirse de Gonjiam: Hospital Maldito. Más allá de su origen surcoreano –donde el cine de género local disputa cabeza a cabeza, tanto en términos artísticos como en resultados de taquilla, la hegemonía estadounidense–, el film de Beom-sik Jeong se nutre de la tradición de falsos documentales sobre hechos terroríficos instaurada hace ya dos décadas por El proyecto Blair Witch, deteniéndose en todas las paradas habituales de este tipo de relatos.
Igual que nueve de cada diez películas de terror, la historia es disparada por la voluntad de un grupo de jóvenes de comprobar la veracidad de una leyenda maldita. En este caso, la que pesa sobre el Hospital Gonjiam, una suerte de Elefante blanco coreano que funcionó como psiquiátrico hasta el suicidio en masa de sus pacientes y la posterior desaparición de su directora, a fines de los años ‘70. Los rumores sobre fenómenos paranormales han sido una constante desde entonces, más aún luego de la desaparición de dos adolescentes consabidamente registrada con sus cámaras personales. Ese hecho y el inminente aniversario redondo del cierre del hospital son el contexto ideal para que el conductor de un programa sobre edificios malditos se proponga desmitificar –o no– lo que se dice que ocurre puertas de la mole de cemento. Y de paso sumar unos millones de seguidores en las redes sociales transmitiendo la experiencia en vivo y en directo vía streaming, puntapié para una poco sutil crítica a la búsqueda de espectacularidad y sensacionalismo del contenido digital. En ese sentido, no parece casual que el personaje del director terminé convertido en un auténtico desquiciado ávido de clicks.
La comitiva está encabezada por ese director y el conductor, secundados por algunos jóvenes sin demasiados rasgos particulares como acompañantes. Alrededor de ellos se estructura una narración que replica la de las películas norteamericanas sin sonrojarse, yendo de la festividad estudiantina inicial –el grupo pasa unos cuantos minutos divirtiéndose de lo lindo en las noches previas– a la comprobación de que, efectivamente, los mitos son parte de la más cruda de las realidades. Como en la saga Actividad Paranormal y la española Rec, Beom-sik Jeong apela a las tomas de (falsas) cámaras de seguridad y a las capturas tomadas desde los cascos de los protagonistas para mostrar el progresivo enrarecimiento de un recorrido que incluye la aparición de animales muertos, puertas que se cierran y abren solas, paredes escritas por vaya uno a saber quién y sonidos provenientes de otros tiempos. Además, claro, de los clásicos fantasmas torturados y con deseo de venganza. ¿Venganza por qué, contra quién? No se sabe, pues el guión toma la sabia decisión de no ahondar en explicaciones del pasado. A cambio muestra sus consecuencias a lo largo de una hora y media en la que no faltarán los sustos de rigor –algunos construidos con una paciencia que no existe en el Hollywood– y unos cuantos litros de lágrimas salidos de los ojos de esos protagonistas aterrados que lloran mientras se filman.