Desde Porto Alegre
Las universidades se han transformado en un fermento de odio racial. No se trata de un conflicto que nace ahora, estimulado por el tsunami Bolsonaro. Viene desde tiempos lejanos y tiene mojones. Un anticipo de esta época ya se vislumbraba en ciertos estudios. En marzo de 2018 –y cuando todavía el presidente electo apenas crecía en las encuestas– una investigación de la Secretaría Estadual de Seguridad Pública de San Pablo sostenía que un acto discriminatorio se producía cada cinco días en el ambiente académico. Los datos relevados eran del período 2016-2017 y hablan de 2.873 casos. Hoy ese tipo de hechos se mediatizaron por las redes sociales. Afectan por lo general a estudiantes negros. Están fuera de control.
Un supremacista que cursa derecho en una facultad privada se filmó conduciendo su auto mientras profería amenazas: “Esa negrada va a morir”, gritaba. Vestía una camiseta con la cara del militar que ganó las elecciones. La Universidad Presbiteriana Mackenzie lo suspendió de inmediato. Otro alumno apareció con una remera que decía “Ustra vive” en homenaje al torturador de la dictadura en la Pontificia Universidad Católica de Río Grande do Sul. Cuatro más se fotografiaron con armas, uniforme militar y una bandera racista. Las imágenes recorrieron el mundo virtual. Proyectan una realidad que preocupa a los rectores, quienes ayer le pidieron una reunión al Ministerio Público para contener la intolerancia que crece.
La ola de discriminación se visibiliza más estimulada por la actualidad que vive Brasil. Hasta volvió a discutirse la política de cuotas raciales para ingresar a la Universidad Pública que impulsó el PT. Durante el gobierno de la ex presidenta Dilma Rousseff y mediante la ley 12.711 del 29 de agosto de 2012 se convalidó una ampliación de derechos hacia las minorías. Por esa norma se estableció que los negros y representantes de los pueblos originarios pudieran estudiar una carrera de grado. El requisito era que hubieran cursado la Secundaria en la escuela pública. Todo fue convalidado por el Supremo Tribunal Federal (STF) que le dio rango constitucional a las cuotas raciales –deben cubrir hasta el 50 por ciento– como reparación por los estragos que causó la esclavitud en el país.
La ley será revisada en el 2022 como quedó establecido en ella. El objetivo es determinar si está causando el efecto deseado para el que fue concebida.
Marco Villalobos es un ex profesor de la Pontificia Universidad Católica de Río Grande do Sul. Historiador y autor de varios libros sobre los años 70, comenta: “El peligro que vive Brasil y esto va más allá de la victoria de Bolsonaro, es que se destapó una olla a presión y de ella salen afuera los pensamientos más discriminatorios, y eso conduce a la cuestión del racismo. Que siempre lo hubo, pero ahora se le facilitará más decirlo a la gente que tiene ese tipo de pensamiento abyecto. Especialmente en el sur de Brasil, donde históricamente hubo más situaciones de este tipo. Eso es lo que representa la victoria electoral del domingo. La ola que crece en Brasil es más peligrosa que el propio Bolsonaro”.
A esa avalancha de expresiones xenófobas, supremacistas e incluso antipetistas, se le opone una mayoría que empieza a calibrar lo que pasa. La historia del acceso a las universidades públicas en Brasil es la historia de las elites ilustradas que se formaron en sus claustros con una mirada refractaria al estudiante de origen diferente. En un trabajo que integra el dossier “Ele Nâo?” de la Universidad de Buenos Aires, la doctora en Ciencias Sociales e investigadora del Conicet, Daniela Perrotta, sostiene que “…no es de sorprender que la política de cuotas raciales y de apoyo a estudiantes provenientes de los estratos sociales más bajos haya generado una reacción conservadora”.
También aporta un dato clave que puede ayudar a entender un porvenir inquietante. “En Brasil los rectores son designados por el ministerio de educación de la órbita de funcionamiento –desde el federal hasta el estadual– a partir de una terna resultante de un proceso de elecciones internas”. El profesor Villalobos le dijo a PáginaI12 que “Bolsonaro ya dijo que el presidente será quien convalide estas designaciones”, lo que proyecta una amenaza sobre la ya condicionada autonomía universitaria.
Brasil eligió en las urnas entre un militar reaccionario y un profesor universitario que fue ministro de Educación. El ganador ya difundió los principales vectores de su proyecto educativo: está sintetizado en su doctrina de Escuela sin partido. Se materializará en la supresión de materiales que aborden cuestiones de género y en la reincorporación de cátedras sobre educación cívica y moral. Las poderosas iglesias neopentecostales tendrán un campo fértil para influir. Fueron una plataforma formidable de la campaña electoral del militar.
El revulsivo en que se transformó la avalancha oscurantista del bolsonarismo ya se percibe en los claustros universitarios y en su periferia. En Brasil despierta los recuerdos de la batalla de María Antonia, por la calle de San Pablo donde en 1968 se enfrentaban los estudiantes de la Facultad de Filosofía de la USP y la Universidad Presbiteriana Mackenzie (UPM). Todo terminó muy mal en plena dictadura. Con el alumno José Guimarâes asesinado por un balazo que partió desde la UPM. La represión hizo lo demás. Es una imagen temida que por estas horas demuestra hasta dónde una prédica basada en el odio racial, ideológico y de clase amenaza con llevarse puesta la convivencia y tolerancia en el escalón más alto del sistema educativo.