Desde Porto Alegre
La épica futbolera se lleva muy bien con la lluvia torrencial. Los aguaceros tienen esa condición beatífica, que eleva, como se elevó River para llegar a la final. La Copa Libertadores suele poner lo demás. Dispara tensiones que cuando encuentran su puerta de salida, son como la explosión que se vivió en el Arena Gremio la noche del martes. Era difícil de pronosticar lo que se había transformado en un festejo alocado bajo ese diluvio. Faltaban 9 minutos y el campeón de América –ahora eliminado– había bajado la persiana. Al menos eso parecía creer, amarrete como había jugado. Pero Borré puso la cabeza y el brazo, y a su equipo en partido. Su rival tal vez pensó que había quebrado su voluntad, que no había más que hacer. Ni ahí.
Ponzio ya no estaba en la cancha, con lo que representa Ponzio. Gallardo veía el partido desde un palco. El global era 2 a 0 hasta ese empate que fue como un despertar. River jugaba peor que en el primer tiempo cuando había merecido más. El equipo estaba partido pero iba. Se había desdibujado pero creía. Atacaba por los costados pero su idea se borroneaba en el área. Hasta que se encendió el VAR. Ese sistema que mal usado desnaturaliza el juego y que bien utilizado es un acto de justicia. Que genera polémica porque el fútbol todavía no lo naturalizó. Al árbitro uruguayo Cunha le avisaron que Bressan había sacado un brazo al borde del área para desviar un tiro de Scocco. Consultó el video y volvió a entrar al campo con aire de sentencia.
Los jugadores de Gremio se le fueron al humo, pero dio penal. Se daba vuelta la historia de la Copa anterior, cuando Montiel cometió una infracción en el área que –VAR mediante– le permitió a Lanús ganar la semifinal. Pity Martínez lo tiró con clase, pero también con rabia. River pasaba a ganar y no quedaba mucho tiempo para más, aunque los 9 minutos de descuento supusieron una eternidad.
La lluvia entró en juego y decoró la escenografía de la proeza. Por sexta vez, el club llegaba a una final de la Copa. Con la mística que supo construir Gallardo. Ahora con estos jugadores, antes con otros. Sin sobrarle nada, pero con el merecimiento y la tranquilidad de conciencia de que había sido más que Gremio. Cuatro mil almas festejaban en lo más alto del estadio. Cincuenta mil sufrían y se miraban entre sí, sin comprender por qué. Fue un partido de esos que se dan muy espaciados. José Aveline Neto, el colega brasileño de la revista Goool que nos sacó de la cancha en su auto una hora después, habló de “virada”. Esa palabrita que tanto se escuchó en su país en los días previos a las elecciones que ganó Jair Bolsonaro. La virada de Fernando Haddad nunca se produjo, necesitaba de más votos. Pero sí la de River que confió en ella hasta el final, jugándose todo.
El próximo miércoles será el primer partido de la final entre River y Boca. El presidente Mauricio Macri no quería un superclásico en la final “porque el que pierda va a tardar veinte años en recuperarse”. El delantero de Platense, José Chino Vizcarra, le respondió en twitter: “Comparados con los 200 que va a tardar el país en recuperarse de tu gobierno no es nada. Pasa volando”. En Brasil hay millones que piensan lo mismo pero de su flamante presidente, el ultraderechista Bolsonaro. El militar divide a la sociedad. Como Macri en Argentina. Cuando José nos dejó en la puerta del departamento, muy generoso él junto a sus dos colegas, la lluvia seguía cayendo de madrugada. River se había instalado en la final de la Copa con esas pinceladas de carácter que siempre hacen falta. Pero también con el juego necesario y la convicción de defender una idea de la que careció Gremio.