Jair Bolsonaro le ofreció un superministerio de Justicia, que en Brasil es una cartera tan poderosa como la de Interior en la Argentina. Y Sergio Moro aceptó. Asumirá el cargo el 1° de enero de 2019. Así el juez de Curitiba que encarceló a Lula quedó un paso más cerca de ser el próximo integrante del Supremo Tribunal Federal, la Corte Suprema de Brasil, cuando se produzca una vacante. En ese caso sería el primer ministro del STF apuntado por el nuevo presidente.

Bolsonaro refuerza con la jugada su criterio de que el blanco de Jair Bolsonaro seguirá siendo el petismo en un concepto laxo de la palabra. El petismo como estigma abarca al propio Partido de los Trabajadores, a Luiz Inácio Lula da Silva, a las reformas, a la ampliación de derechos económicos y políticos, a intereses colectivos y a todo lo que huela a justicia social.

Moro tiene antecedentes de sobra para ese perfil. Es el mismo juez que condenó a Lula a 12 años de prisión sin otra prueba que su convicción íntima por la supuesta posesión de un departamento en las playas de Guarujá como presunto resultado de un soborno jamás confirmado.

En los papeles, al menos, es más fácil nominar para la Corte Suprema a un político, como sería Moro en su condición de ministro, que a un juez. De la política al STF no tiene por qué haber escalas. De juez a juez supremo quizás saltearse escalas quede mal en la corporación judicial.

Si Moro no terminara en el STF y siguiera junto a Bolsonaro en el Ejecutivo, de todos modos reforzaría el rostro público del nuevo gobierno en un aspecto clave: que las cosas se noten. Al revés de la política tradicional, que busca ser oblicua, Bolsonaro ganó con la obscenidad de lo brutal. ¿Que alguien puede pensar que la designación de Moro es un premio? Bolsonaro parece partir de una base: si es así, mejor que lo piensen. No es exageración. Es un hiperrealismo que ya demostró ser eficaz para ganar en segunda vuelta por el 55 al 45 por ciento de los votos válidos.

El estereotipo es bien simple: “Pongo de ministro, y tal vez después de supremo, al juez que encarcela ladrones y demonios”.

“Que parezca un accidente”, dice a veces la mafia cuando castiga. Y a veces busca lo contrario: que no parezca un accidente.

El asesinato planificado y profesional de la concejala Marielle Franco en Río de Janeiro fue obra de sicarios. Si eran policías, militares o a sueldo de policías y militares no importa. Claramente el seguimiento de un auto y un homicidio a balazos en movimiento no es un accidente sino un castigo y un mensaje. El castigo es directo. El mensaje es que a cualquiera como Marielle podía pasarle lo mismo si extremaba las denuncias contra el entramado de milicias (los escuadrones parapoliciales o paranarcos de Río) y de policía brava.

Que un gabinete formado por generales y por un directivo financiero, Paulo Guedes, sume a Moro, y que Moro acepte el cargo a pesar de que en 2016 dijo públicamente que no entraría en política, tal como recordó el propio Lula en Twitter, es otro mensaje más: los jueces adictos a la constelación de poder, la misma que dio el golpe de 2016, tienen premio.

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