Annie y Duncan son casi cuarentones y están juntos hace quince años, viven en un pueblito costero de Inglaterra y parecen una pareja feliz aunque la creciente amargura de ella se ve como una bomba de tiempo. ¿La razón? A él le interesa mucho más que su novia su fanatismo por Tucker Crowe, un músico que veinte años atrás sacó un solo disco deslumbrante (para Duncan y sus 200 compañeros de foro) sobre una ruptura amorosa, y luego se hundió en el olvido. Duncan (Chris O’Dowd) es el prototipo del treintañero que no termina de crecer, aferrado a sus pasiones adolescentes y a la negativa a tener hijos. Annie (Rose Byrne) es dulce, buena compañera, y le gusta bastante su trabajo en el museo local, aunque ahora lo que más quiere es ser madre. Pero en Amor de vinilo (Juliet, naked), basada en una novela de Nick Hornby publicada en el 2009, no se trata de cómo se reencuentra esta pareja a la que la costumbre le impide reconocer que han tomado caminos divergentes, sino de algo mucho más radical: enredo mediante, Annie empieza a cruzar mails con el mismísimo Tucker Crowe (Ethan Hawke), con la sensación de que los une una insatisfacción no del todo amarga con sus vidas y la posibilidad de reírse de eso (solo con ese material se podía hacer una película mucho más disfrutable).
Amor de vinilo (inexplicable título para una película repleta de CD y para nada nostálgica o retro, pero quizás un gancho burdo para captar fans de Alta fidelidad, también basada en una novela de Hornby) es esquemática en la manera de presentar a sus personajes: Duncan es siempre torpe y ni siquiera el encanto de Chris O’Dowd lo salva de ser un imbécil, Annie es parejamente dulce y Tucker, acaso el único de los tres que parece más complejamente humano, es un loser que tiene varixs hijxs de distintas madres desparramadxs por el mundo y mayormente ignoradxs, pero se supone que es encantador porque lo intenta. Y porque es Ethan Hawke, en un papel no tan distinto a los que hizo en Antes del amanecer, Antes del atardecer, Antes del anochecer y Boyhood, todas de Linklater. Es cierto que el cine no tiene por qué ofrecer modelos a los que aspirar, pero mientras que a Tucker al menos se le concede la complejidad de ser el adulto que sabe a su adultez precaria, Annie es solo dulce, dulce y más dulce. Cuando conoce a Tucker y a su hijito todo es pum, familia instantánea. Y además de coincidir en el nombre con el personaje de Meg Ryan en Sintonía de amor, de Nora Ephron, también tienen en común ser la clase de chica que prueba su bondad en el hecho de conectar rápidamente con lxs niñxs.
Lo que pasa es que la historia (tanto en la película como en la novela de Hornby) usa la paternidad y maternidad como piedra de toque para mostar el nivel de crecimiento, y eso de por sí es complicado. Como sea, la película intenta por todos los medios filtrar un poco de romance entre todo lo que le pasa a Tucker con su vida desordenada, su salud y sus hijxs, mientras Annie se queda dando vueltas, siempre disponible y a la espera. Hay una disponibilidad en ella, una vacancia –porque a los que les pasan cosas es a los varones que tiene cerca– que vuelve a su personaje bastante chato, y ni siquiera el encanto de Rose Byrne o la química con Ethan Hawke son capaces de compensar esa unidimensionalidad. Mucho menos lo logra el manotazo de ahogado de inventarle un proyecto a Annie, literalmente, en el último minuto. En todo caso, la batería de objetos y referencias culturales desplegada alrededor de Tucker y Duncan es usada por momentos para burlarse de ellos (en especial de la fijación de Duncan con un disco dedicado a una ruptura amorosa mitificada que, se revelará después, ocultaba una realidad mucho más seria), pero constituye un mundo de cosas que ellos eligen, habitan, les gusta, los conforma. A Annie le toca un ojo de tiburón en un frasco, literalmente, y las ganas de tener un bebé con el primero que la trate bien, cosa que Amor de vinilo quiere proponer como “romance”.