El tango parece hacer su voluntad con estos personajes, como en un cuento borgeano. El casamiento del proxeneta tiene la alegría de lxs desesperadxs. Nadie es feliz en ese conurbano desangrado de los años sesenta. La prostituta se escapa, conocedora de la maldición de la calle pero siempre dispuesta a confiar que la vida podrá ser mejor.
La estructura de La maldad del mundo sigue la línea de esa huida. Tiene el ímpetu deslumbrante de los cuerpos. No solo porque Fabiana Falcón y Paula Staffolani parecen extraviadas de un film de Pier Paolo Pasolini, más precisamente de Mamá Roma, ese clásico sobre el que Alfredo Staffolani escribe su poética despiadada como si dejara a los personajes abiertos sobre la escena, sino porque el universo de los adolescentes que no pueden parar de pegarse constituye una dramaturgia poderosa. Algo habla en esa manera de enlazarse, en esa violencia que en el escenario parece bella porque narra la trifulca en la que esa masculinidad, alterada siempre por el deseo que la mujer despierta, queda enredada para no poder resolver jamás su conflicto.
En el cuerpo que después la madre llenará de besos se define Alberto como el personaje sobre el que todxs hablan. La biografía a reconstruir desde el testimonio de Luisa Acosta que opera como la experiencia real que viene a dar sustento al drama. Porque Luisa es la mamá de Staffolani, entonces el pliegue íntimo sirve para ser integrado a la ficción como una madeja más de esa maternidad que Alberto despierta después de la huida de Célica. Constitución será el lugar donde ella buscará amparo, aunque lo que desea es tener una casa bien cerca del Obelisco. En ese imaginario de la ciudad que se corta en el conurbano como un territorio vergonzante, Célica parece atrapar a los otros personajes. Una vez que recupera a su hijo y le da una experiencia nueva, lxs demás querrán beber de esa promesa.
En La maldad del mundo el espacio es capaz de conjurar la tradición tanguera donde los hombres prepotean y las mujeres existen bajo la luz extinguida que les da su oficio de putas, con esas resonancias de una Italia empobrecida sobre la que Pasolini establece su mirada política.
El diseño de Magalí Acha, unido a la dirección de Staffolani, son la prueba de que una excelente puesta en escena no necesita de la sobrecarga de objetos. Con la presencia de esa biblioteca de antaño que el Centro Cultural Rojas conserva y unos tubos fluorescentes que ayudan a crear una atmósfera triste, donde todavía parece que algo se puede celebrar, el director y la escenógrafa se ocupan de pensar la disposición y el tránsito de los cuerpos como la materia donde se sostienen las imágenes de la obra.
Lo que en el film de Pasolini se contaba desde el realismo aquí encuentra su sonoridad en los monólogos que confiesan la interioridad de los personajes. Si en la película italiana la acción era la que constituía la sustancia de los hechos, en el teatro, los personajes parecen emancipados de la trama, más dispuestos a contradecir lo que allí pasa, como si se disputaran la autoría. Incluso hasta el protagonismo se empaña por la voluntad de asumir una voz. Especialmente porque aquí se trata de contar todo aquello que la vida, en su impiedad, es capaz de hacerle a las personas. La realidad como destino. Ana Magnani, hermanada con Fabiana Falcón como la heroína difusa que todavía piensa que podrá evitar la fatalidad y la derrota. Esa maldad del mundo cobra una entidad de personaje, conocerla, tener el primer contacto con su maledicencia, es algo que no tiene reparación. La madre hubiera querido salvar al hijo pero el abrazo que lxs encrespa para bailar, para ir juntxs en una moto, no es lo suficientemente poderoso para protegerlo. M
La maldad del mundo se presenta los viernes a las 21.30 en el Centro Cultural Rojas. Corrientes 2038. CABA