Mujer, lesbiana, activista y periodista. Hago parte de cuatro recortes de subjetividad (entre otros) contra los cuales se volvieron los discursos de odio proferidos por el recién electo presidente de Brasil Jair Bolsonaro durante su campaña y a lo largo de su vida. Dichos que fueron reproducidos al agotamiento, sobre todo en la recta final de la campaña, en la televisión, en los periódicos, en las redes sociales, en las conversaciones en las esquinas, en los bares, en las reparticiones públicas, en los diálogos de familia. Perdí la cuenta de cuantas veces lloré en el último mes al sentir en mi propio cuerpo los efectos de la normalización de esa brutalidad en la sociedad brasileña.
La primera vez que terminé en lágrimas fue después de la realización de las manifestaciones multitudinarias #eleNão, en el 29 de septiembre. Con las mujeres en el liderazgo, organizamos, incluso bajo amenazas de los devotos de Bolsonaro, protestas pacíficas en más de 300 ciudades en Brasil y en el mundo. Se unieron al evento movimientos negros, LGBTs, antifascistas y celebridades para componer una inolvidable celebración de nuestra diversidad. Sin embargo, mientras salíamos a las calles, el patriarcado se rearticulaba en el subterráneo. La contra-narrativa ya estaba siendo preparada para ser disparada en las alcantarillas del WhatsApp y servir de vacuna para los bolsonaristas.
Los medios nacionales minimizaron el hecho. Una de las más grandes movilizaciones populares de la historia brasileña no fue titular de ningún periódico de la prensa hegemónica. Eso creó el vacío perfecto para que la mentira difundida por bolsonarista se instaurase. En menos de 24 horas, montajes gruesos de vídeos y fotos antiguas de mujeres profanando contra símbolos sagrados –algo que de hecho ocurrió de forma minoritaria durante el paso del papa Francisco por Brasil en el año 2013– se esparcieron como rayo de pólvora por las redes sociales como si fueran registros del acto #eleNão. La estrategia era clara: contener el alto rechazo de las mujeres a Bolsonaro, según apuntaban las encuestas, enfocándose sobre todo en las religiosas (evangélicas y católicas).
Al día siguiente, cuando se realizaron las manifestaciones #eleSim, Eduardo Bolsonaro, hijo de Jair, dijo en un discurso en Sao Paulo que las mujeres de derecha eran “más bonitas que las de izquierda”, que “no muestran el pecho en la calle y no defecan para protestar”. Al fin, disparó: “Es decir, las mujeres de derecha son mucho más higiénicas que las de la izquierda.” La antigua y conocida estrategia del patriarcado funcionaba una vez más: fomentar la rivalidad entre mujeres para mantener intacta la dominación.
Simultáneamente uno de los mayores líderes evangélicos del país y poseedor de un imperio mediático, Edir Macedo, de la Iglesia Universal del Reino de Dios, anunció su apoyo a la candidatura de extrema-derecha. Arrastró consigo el voto de millones de fieles, incluyendo el de las mujeres evangélicas, que contaminadas por la campaña de mentira y de odio disparada por el Whatsapp, se alinearon con el discurso pronunciado en los cultos de “defensa de la familia”.
El resultado de las encuestas electorales presentadas en los días subsiguientes apuntaba a nuestra derrota: Bolsonaro había crecido en las intenciones de votos. ¿Cómo era posible? La materialidad de nuestros cuerpos en las calles ya no era suficiente para presentarse como realidad ante la poderosa máquina de creación de ficciones políticas en las redes sociales de la campaña bolsonarista
De repente, el hilo de esperanza que nos sostenía se convirtió en miedo. Sentí un dolor paralizante. No fui la única. En esta semana que precedió a la primera vuelta, el patriarcado se sintió aún más empoderado por el discurso de odio para salir a las calles y demostrar su desprecio por LGBTs, mujeres y negros. Agresiones y amenazas cometidas por los devotos de Bolsonaro proliferaron exponencialmente. Y las víctimas eran personas cada vez más cercanas a nuestra convivencia. En mi pequeña burbuja de facebook, leía prácticamente todos los días relatos de amigos y amigas intimidados por los bolsonaristas en las calles. A los LGBT que se atrevan a demostrar afecto en público, las amenazas eran muy parecidas. “Cuando el mito gane, esa putaria va a acabar”. Feministas que usaban pegatinas #eleNão en las calles también eran intimidadas. No quedaba duda. El patriarcado supremacista blanco confiaba plenamente en la victoria aún en la primera vuelta de las elecciones. La ansiedad de llegar a esta nueva era en que ellos se sentirían a gusto para marchar sobre nuestras cabezas era grande.
Intentamos movilizarnos en la micropolítica, alertando a parientes y conocidos sobre la ola de agresiones que era alimentada por el discurso de odio. Bajo el velo del antipetismo, muchos apagaron nuestros relatos, repitiendo al agotamiento el mantra: “Es fake news”. Era necesario crear esa auto-verdad, que ya venía como discurso listo en el whatsapp, para que ellos pudieran dormir en paz la noche con la certeza de que estaban impidiendo al “corrupto PT de llegar al poder una vez más” y no estaban eligiendo un fascista.
Vimos nuestros tejidos familiares y personales rompiéndose ante esa disputa. Una duda persistió en nuestras cabezas. De repente, estábamos rodeados de fascistas que conscientemente no se preocupaban por la integridad de nuestros cuerpos vulnerables o de personas manipuladas por las redes sociales? Las tiernas tías que siempre compartían mensajes religiosos en los grupos familiares de whatsapp pasaron a ser defensoras férreas de Bolsonaro. “Al menos, es honesto, no es como el Lula ladrón”. Aquel médico que siempre tuve bueno trato de repente aparecía en una foto reproduciendo orgulloso el famoso y terrible gesto de hacer un arma con las manos. Aquel amigo de infancia pasó a compartir posts en que endosaban con carcajadas el discurso de odio del candidato. “Bolsonaro va a acabar con los viados”.
Muchos de nosotros sufrimos con el luto de esas relaciones rotas y con el temor de que si fuésemos víctimas de agresiones o amenazas, ni algunas de las personas más cercanas a nuestra convivencia estarían dispuestas a defendernos. Era un ataque sistemático a nuestras subjetividades. Para todos aquellos que se adhirieron a la campaña #eleNão, la inminente victoria de Bolsonaro significaba la interrupción de un proceso civilizatorio que caminaba a pasos lentos desde la redemocratización brasileña. A pesar de los avances, todavía somos el país que más mata LGBTs en el mundo, el quinto que más asesina a mujeres, uno de los que más mata a activistas, una nación marcada por un pasado esclavócrata que hasta hoy legitima el genocidio negro en las favelas, pero seguíamos luchando para revertir ese cuadro tenebroso. La llegada de Bolsonaro al poder era entendida como una clave para la instauración definitiva de la barbarie ante instituciones democráticas absolutamente fragilizadas, sobre todo tras el golpe que destituyó a Dilma Rousseff de la presidencia.
Desde el inicio de la carrera presidencial, las encuestas ya apuntaban que el recorte de la población en que el capitán estaba más anclado era el de hombres blancos, con alta escolaridad y de clase media y alta. El patriarcado, en fin, encontraba un rostro definido en el que podría apostar para reafirmar su status quo y mantener sus privilegios ante un escenario de crisis económica. Es cierto que no llegaría al poder si no contase con el apoyo de una parte del electorado de mujeres, negros y LGBTs. “El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos”, decía Simone de Beauvoir.
Las marchas pro-Bolsonaro que se extendieron por las ciudades reproducían lo que apuntaban a las encuestas. Las masas eran formadas en su mayoría por esos hombres blancos, rabiosos, vestidos en su mayoría con camisetas verdes amarillas o negras que estampaban el rostro del ‘mito’. La promesa de armar a la población, anunciada por Bolsonaro como una de sus prioridades, alimentó esa masculinidad tóxica. Con la excusa de “defender a la familia de bandidos”, los dichos “hombres de bien” no ven la hora de tener el derecho de comprar revólveres y fusiles en la esquina de sus casas. Muchos desean, sin embargo, tener más poder de intimidación para mantener a mujeres, negros o LGBT confinados a una subalternidad.
Muchos de los representantes de los órganos de represión del Estado también estaban ansiosos por la llegada de Bolsonaro al poder. En una entrevista a la revista Carta Capital, Alexandre Campos, que es investigador de la policía civil de Sao Paulo, dijo: “No escucho a policías decir ‘ahora vamos a poder combatir a los traficantes, el narcotráfico’, ‘vamos a combatir a los grandes ladrones de banco, los estelionatarios’. No, el policía sólo habla que no ve la hora de poder golpear a los usuarios de marihuana de la USP [Universidad de São Paulo] y en los maricones.”
La situación es aún más preocupante cuando se piensa que una de las principales promesas de campaña de Bolsonaro es la ampliación del llamado “excluyente de ilicitud” para policías que matan durante enfrentamientos. El presidente electo quiere que se aplique automáticamente el principio de legítima defensa. Para buen entendedor, esto significa básicamente dar carta blanca a la policía para matar. En un país donde la expresión “bandido bueno es bandido muerto” ha ganado popularidad, basta usar la máquina de fake news que se tiene a disposición para “legitimar” socialmente la muerte de cualquier persona. Este recurso ya venía siendo empleado con frecuencia en el último año cada vez que alguien era asesinado en las favelas. Al día siguiente del asesinato de Marielle Franco, ya corrían por los mensajes de whatsapp de todo el país una foto de una mujer negra sentada en el regazo de un hombre armado. La leyenda de la foto falsa indicaba que se trataba de la concejal con su novio traficante. Recurso parecido se utilizaba incluso cuando los niños negros eran asesinados por policias. No importa el contexto, siempre surgían fotos de otros niños exhibiendo armas con la leyenda “¿Tiene pena?”. Un mecanismo cruel que mata primero el cuerpo y después asesina también la reputación. Los negros representan el 54% de la población brasileña, pero son el 71% de las víctimas de homicidios.
El día siguiente al anuncio de la victoria de Bolsonaro en la segunda vuelta, llamó la atención un relato en el Twitter de un joven negro elector de Bolsonaro. “Hoy a las 21, fui detenido por la policía militar y no me preguntaron nada, sólo hablaron que yo tenía cara de traficante, ellos me aseguraron, me golpearon y todavía hablaron que ahora es Bolsonaro quien está en el mando. Que arrepentimiento de haber votado en él” . Según él, sus propios familiares minimizaron lo ocurrido. En los comentarios, cientos de mensajes decían que se trata de fake news o lo apuntaban como petista, algo que él mismo desmentió al mostrar una foto en la que posaba con la bandera de Brasil en una marcha pró-Bolsonaro.
Este auto-engaño demostrado por la familia y por los comentarios en Internet es un buen ejemplo de la realidad paralela en la que vive una parte considerable de la población brasileña. Muchos votaron en Bolsonaro seguros de que, con ello, estarían impidiendo una “amenaza comunista”. Otros tantos entendieron que la candidatura de Fernando Haddad era una amenaza a la familia tradicional brasileña. El pánico moral contra la llamada “ideología de género” fue un instrumento clave de la campaña bolsonarista. Una de las fake news ampliamente difundidas apuntaba que el candidato del PT defendía que, si es elegido, cualquier niño brasileño pasaría a ser propiedad del Estado a partir de los 5 años, y podría tener su género definido.
La profusión de fake news era tan absurda que generó un desgaste enorme para todos aquellos que intentaron desmentirlas. Una campaña entera basada en mentiras y la ausencia de Bolsonaro de los debates impidieron que se discutiese a fondo proyectos para el país.
Conforme a las palabras odiosas de Bolsonaro eran repercutidas por los periódicos extranjeros, el mundo veía con perplejidad la escalada de la extrema derecha en Brasil. ¿Como un país tan marcado por la alegría, podría escoger como líder a un hombre cuya marca es “Brasil por encima de todo, Dios por encima de todos”, emulando un eslogan usado por los nazis alemanes? ¿Cómo pueden elegir un sujeto tan claramente reverso a los principios democráticos? No era una cuestión de leer entre líneas. Bastaba escuchar con atención. Por aquí, sin embargo, estábamos enterrados y saturados por fake news absurdas, en un intento hercúlea para desmentirlas y llegar a un consenso mínimo sobre la realidad brasileña. Era un esfuerzo micropolítico que parecía en vano. Cada elector de Bolsonaro parecía haber seleccionado sólo la parte del discurso que le gustaba, rechazando retoricamente las otras palabras que no apoyaba. Muchos, incluso, decían enfáticamente que él no era machista, homofóbico o racista a pesar de todos los mensajes odiosos que pronunció a lo largo de los años. Por otro lado, los machistas, homofóbicos y racistas encontraban en él un espejo perfecto.
Testificar la escalada fascista crecer en pleno 2018 a una velocidad increíble y ante nuestros propios ojos es una sensación asustadora. Aunque la victoria de Bolsonaro fuera prevista, la noche del 28 de octubre derribó a muchos de nosotros. Los disparos de artificio explotando, el desfile de coches militares en las calles de Niterói, ciudad vecina a Río de Janeiro, las fotos de niños sosteniendo alegres armas de juguetes, los disparos hechos por armas de verdad hacia el alto, los gritos de orden, las bocinas, las ofensas en las redes sociales, las masas nacionalistas verde-amarillas ocupando las calles significaba el triunfo de la cara más perversa del patriarcado, anclado en el trípode ultraliberal, religioso y militar.
Bolsonaro y sus aseclas son los enemigos de lo que Brasil tiene de más potente: su diversidad social y su biodiversidad. Quieren uniformizar el país bajo un solo discurso, bajo una sola norma heteropatriarcal sob el mandato de la fuerza, mientras mantienen los beneficios de la élite intactos y devoran nuestras riquezas naturales. Como ya se ha demostrado durante la campaña, la principal fuerza de resistencia a la escalada fascista son las mujeres. Seguiremos resistiendo y creando nuevas estrategias. Para ello, contamos con la solidaridad internacional porque nuestro tejido social esta roto. Hoy hay dos Brasil y la resistencia es sinonimo de defensa de la democracia y de la diversidad.