A tres años de la muerte 
de Antonio Dal Masetto.

 

Un padre que se cae de un andamio mientras construye un departamento ajeno y camina seis pasos firmes, dignos, antes de precipitarse en la muerte.

Un muchacho que deja en el banco de una plaza de pueblo una pierna ortopédica que devela un misterio o una injusticia. 

La chica bella, tomada por la inquietud, que desaparece en la noche del carromato de un circo llevándose la foto de un mar transparente. Un mar parecido al océano de los sueños.

Tres, sólo tres de las tantas imágenes que deja en la memoria de la lectora o el lector, durante varios días reverberando, La última pelea, la novela final y definitiva de Antonio Dal Masetto.

El libro que Antonio escribió con el envión de salud que aún le quedaba.

La copa del estribo.

El delicado saludo final antes del telón cerrándose a su paso.

“Me enviaba, apenas concluido, cada capítulo. Sus mail fueron tomando el efecto de lectura de una novela por entregas”, escribe Guillermo Saccomanno, en la contratapa del libro.

El primer lector, Saccomanno. Y el último, antes de soltar la cuerda para que los demás pudiéramos ingresar en la historia.

La novela, La última pelea, es una batalla ganada por el samurái que fue El Tano, cayendo de frente, sin disparos en la espada, golpeando con el avión en el arsenal del portaviones, pura entrega en el territorio enemigo del adiós.

La guardia alta y la mirada lejos porque el buen boxeador, el narrador que toma la palabra, el último Dal Masetto, ya no tiene adversarios y sabe que siempre, el que escribe, en todo caso, pelea nada más que contra sí mismo. Por todo eso, La última pelea es acaso, como debe ser, el mejor libro del Tano Dal Masetto.

A fines de los ochenta, a media tarde del miércoles, se lo podía ver cruzar a Antonio Dal Masetto muy lento, la redacción estrepitosa de máquinas de escribir olivettis del diario Página/12, con unas hojas en la mano.

Esas hojas, la contra de los jueves, era lo mejor que había encontrado El Tano Dal Masetto, en esos días, en los alrededores de su intimidad.

Enseguida, con tres o cuatro cigarros y un par de mates fríos a su favor, también contra reloj, el gran Luis Pollini, uruguayo, genial, de la nada, trazaba una ocurrencia gráfica y poética que enaltecía aún más el asunto.

El Tano y Pollini eran, juntos, Bochini y Bertoni, Troilo y Grela, Fierro y Cruz en la llanura, guardianes de un discurso, altos maestros de la confidencia.

El miércoles cruzaba El Tano la redacción, y tenía en los bolsillos palabras que nombraban el fuego, las ausencias, el rigor de la piel de una muchacha, el hombre que sin fondos pasa su verano cerca de las góndolas heladas del supermercado vacío.  

En medio de un silencio de otro mundo caminaba.

Levantaba la mirada y lo veía. Retiraba por un instante la atención en medio de un párrafo sobre la muerte de Martín Karadagián (“Fue la lucha su vida y su elemento”, pero qué lindo título me dijo una vez) y yo apenas si le daba las gracias porque ya estaba tipeando algo sobre un muchacho que, sin motor en su avioneta fumigadora, había aterrizado de milagro en el Camino de Cintura. 

Eramos, en esa redacción, la orquesta del Titanic y él venía desde un gomón, en nuestro auxilio, del medio del océano. 

Cada contratapa del Tano obligaba a noso- tros, los que hacíamos la diaria contra reloj, a escribir cada vez mejor.

A copiarlo, si se podía.

Por pudor o tonta timidez nunca le dije nada. Para no molestarlo con elogios al paso, porque no tenía idea si estaba a la altura. Acaso porque intuía que no podía El Tano no saber que su música, para muchos de nosotros, entraba en la orquesta típica literaria más selecta de esos tiempos.

Lo que no le dije antes se lo sigo diciendo ahora. “De cierto coraje y del agradecimiento no hay que arrepentirse nunca”, me dijo, en una entrevista que le hice, años después, no sé si muy lograda, para una revista dominical.

Una trama sólida en La última pelea, como debe ser, y nada que se escapa de ese registro limpio, que se teje casi por sí mismo y avanza, un poco a tientas pero con paso seguro para diseñar finalmente una historia inolvidable. Y corajuda.

Hay algo grandioso en quienes no abandonan el ancla y el bastón de un oficio.

Algo grandioso en el último poema de Padeletti: “Hay que afrontar ahora / los ubicuos guardianes del umbral / y alcanzar, más allá,/ la tierra pura de tiempo”.

Tiene una lógica para nada azarosa que después del adiós a Dal Masetto, su amigo Saccomanno haya escrito Antonio, ese bello réquiem en segunda persona, esa carta al infinito, ese artilugio para dejar grabado en fuego un duelo de los que no se extinguen.

La clave la da el mismo Saccomanno. 

“Aun cuando recibe la consagración literaria, Antonio se mantiene apartado, solitario. Su obra se cifra en una idea luminosa: un libro debe ser como un nogal”, lo recuerda.

Y vuelve en Antonio sobre conversaciones al garete, aparentes, contradictorias.

“Los libros que nos gustan son aquellos que fueron escritos por necesidad. Y esto, también decimos va contra la idea del oficio. 

”Nos contradecimos. 

”Pero también es cierto que se alcanza un punto en que el oficio es también necesidad. Nuestro mayor miedo es que no terminemos la historia que estamos escribiendo.”

En esos días finales de escritura de La última pelea, como dos amigos corridos de la vanidad, golpeados pero a la espera de una piña salvadora, Antonio Dal Masetto, y su primer y último lector, Guillermo Saccomanno, siguen jugando antes que nada por la camiseta. 

Juegan, mientras el cuerpo aguante, por el honor. 

Por la palabra que empuja las sombras lejos.