Los créditos de la nueva serie de Matthew Weiner, el ambicioso y controvertido creador de Mad Men, ya nos sitúan en el corazón de este inquietante experimento. La cámara recorre lentamente las aterciopeladas paredes de un palacio teñido del rojo de la sangre y la pasión. Sobre ellas cuelgan los cuadros de los distintos integrantes de la dinastía reinante, con sus marcos dorados, sus brillos intactos, su rigidez histórica. En el salón deambulan varios jóvenes vestidos de blanco, cuchichean en secreto, miran de soslayo a la cámara. Entre ellos, un oficial recuerda los retratos de Nicolás II, su grueso bigote de punta retorcida, su lejana conciencia de la muerte. Un grupo de soldados ingresan en la habitación, los confinan al encierro, les disparan como parte de una macabra coreografía. La muerte es blanca y roja sobre el suelo, los uniformes se impregnan de esa despiadada sorpresa, la música de Tom Petty corona el crimen como un espectáculo. Las fotos de los Romanov se dispersan en el suelo, en el plano, mientras una larga gota de sangre las esquiva, el viento las dispersa, y las hojas secas del otoño nos llevan hasta el bosque. Una niña (¿Anastasia?) corre como salida de una leyenda entre los árboles desnudos, asoma apenas bajo su capa azulada y se confunde con los transeúntes de una ciudad moderna. Pasado y presente, mito y verdad, legado y fantasía se conjugan en ese único territorio que es el que gobierna Weiner a fuerza de capricho y potestad, de ego y algo de locura. 

El prestigio de Matthew Weiner se debe un poco a sus años como guionista estrella de Los Soprano y sobre todo a la excelencia de Mad Men, a su exigencia artística, a su testarudez estética, a la voluntad de hacerlo todo y hacerlo bien. Algunas de las críticas que lo circundan nacen de las quejas por maltrato laboral de sus colaboradores y a las denuncias de la guionista Kater Gordon por acoso sexual (que él se ha encargado de negar). Se tomó tres años desde el final de aquella serie que fue la perla de la cadena AMC, consiguió el respaldo de Amazon Prime Video, logró que le produjeran ocho episodios carísimos, entregados en cuenta gotas semana a semana, filmados alrededor del mundo con estrellas de cine de todas partes. Isabelle Huppert, Marthe Keller, Aaron Eckhart, Diane Lane, Kathryn Hahn, Amanda Peet, Ron Livingston, y sus mejores alumnos, Christina Hendricks y John Slattery. El resultado es desconcertante, atípico, fascinante. Todo al mismo tiempo. Porque Weiner puede hacer cualquier cosa menos pasar desapercibido. Como los Romanov convertidos en Romanoff en su eterno exilio, Weiner vive de su legado y lo honra en su verdad e impostura, juega con sus dobleces, es consciente de la expectativa que envuelve su regreso y la explota, piensa siempre en el futuro como la dolorosa consecuencia del pasado, ese del que nunca se puede prescindir. 

The Romanoffs es lo que se llama una serie de antología. Pero lo que convierte a los ocho episodios –que en realidad son largos e independientes como ocho películas– en una cosmogonía no es la pertenencia a un mismo género (como ocurre con el terror en American Horror Story), o la permanencia en un mismo lugar (como la apuesta de los Duplass en Room 104), sino la omnipresencia de ese mundo secreto que signó a la familia rusa destronada por la revolución bolchevique de 1917. Lo que queda de aquella herencia de zares y autocracia son el exilio y los fantasmas, ese anhelo de ser dioses y la realidad de ser mortales, sus miserias y su clasismo, su falso orgullo y su impostura circense. El primer episodio transcurre en París, el segundo en Estados Unidos, el tercero en Austria, y así siguen conquistando geografías. En cada uno hay herederos reales y pretendidos de aquel linaje, en todos el aura de la realeza se escapa como una bola de nieve que todo lo encanta y destruye al mismo tiempo. Weiner confía en la extravagancia de su idea, dirige con relativa pericia, subraya demasiado lo que le parece importante, y consigue momentos brillantes, casi descubrimientos. Lo son la escena de la prueba de vestidos en el primer episodio, “The Violet Hour”, con Marthe Keller evocando la gloria mortuoria de la Fedora de Billy Wilder; la secuencia del crucero en el segundo, “The Royal We”, casi salida de la imaginería delirante de Erich von Stroheim, con enanos vestidos de reyes y princesas; y gran parte del tercero, “House of Special Purpose”, en el que Isabelle Huppert es una actriz y directora, déspota y excéntrica, poseída por las pasiones y locuras de sus ancestros, capaz de convertir un set de filmación en el albergue permanente de una pesadilla.  

A Weiner lo que menos le interesa es la narrativa, sus historias son fábulas teñidas de un secreto simbolismo, que se afirman en ideas y que muchas veces despojan a los personajes de verdadera identidad para que puedan encarnarlas. Su trazo está cercano al de la sátira, incluso en el drama más terrible. Queda claro en el ostensible racismo de Keller, en la insoportable frustración de Corey Stoll (que recuerda a varios de los personajes masculinos de Mad Men), en el frontal desprecio de Huppert, en el feroz egoísmo de Amanda Peet (protagonista del cuarto episodio, “Expectation”). Los personajes de Weiner siempre se creen elegidos y en esa pretendida distinción está lo que los hace interesantes y autoindulgentes. A veces nos cautivan, otras nos expulsan. Por eso los ambientes concebidos como epicentro del lujo, y los decorados pensados como piezas de artificio, a veces pueden ser la clave para entender a sus criaturas, y otras apenas un telón de fondo. La habitación de Christina Hendricks en el hotel austríaco de “House of Special Hour” es la plástica expresión de un horror interno; la cabaña de los amantes en “The Royal We” es un mero decorado de una falsa pasión. Weiner a veces gana, otras pierde. 

El mayor mérito de Weiner como creador siempre va a ser su riesgo. El ímpetu que lo llevó a insistir con el piloto de Mad Men, hasta que se lo produjeron como él quería, es el mismo que hoy lo lleva a conseguir que una serie como The Romanoffs esté en una plataforma como Amazon. Las citas a T. S. Elliot, la música de Tchaikovsky, las disposiciones espaciales heredadas de los musicales de los 30 se conjugan con los groseros guiños al presente inmigratorio francés, con la insatisfacción de los liberales del Upper East Side de Nueva York, con la crisis de mediana edad de un habitante de los suburbios obsesionado con una falsa femme fatale. Todo se mezcla como en los residuos de la tragedia de los Romanov: su indolencia feudal, sus aspiraciones de grandeza, ese linaje que quiere perpetuarse a fuerza de nuevos crímenes y nuevas imposturas. Cada nuevo episodio, cada inesperada creación, tiene algo de grandeza y desilusión, que puede merecer una grito de éxtasis o una mueca de descontento, pero nunca, nunca, un gesto de indiferencia.