Los inversores internacionales ya saben que la suerte del programa económico macrista está echada. Lo dejó saber el FMI cuando reconoció, entre eufemismos metodológicos, que la deuda local es insustentable, lo que significa que antes o después deberá ser reestructurada. El riesgo que se intenta evitar es que la reestructuración sea violenta, es decir a través de una cesación de pagos. O peor, llevada adelante por un gobierno menos “amistoso con los mercados”. A diferencia de un inevitable “megacanje”, para los acreedores el default significa largos períodos sin cobrar y quitas de capital, una opción que sólo entusiasma a los fondos buitre, expertos en el arte de esperar y conocedores del péndulo de la historia local.

Quienes conocen la interna del organismo financiero también leyeron entre líneas el resguardo puesto por los técnicos en cubrirse las espaldas frente a la inminencia del desastre, una clara señal de que el apoyo conseguido por Mauricio Macri fue una decisión exclusiva de Estados Unidos para sostener a un gobierno amigo, una suerte de pago de seguro para evitar el regreso del “populismo de izquierda”. No faltan quienes agregan el detalle de la necesidad de llegar con normalidad a diciembre, hasta que finalice la cumbre del G-20, momento a partir del cual los tiempos podrían precipitarse.

Mientras tanto, y como se señaló en este diario apenas conocido el reporte del Staff de la última semana de octubre, los propios técnicos del organismo se sorprendieron por la escasa resistencia social al duro ajuste impuesto por la primera fase del programa, presión que se profundizará con el déficit primario cero. Lo que debería evaluar el Staff, sin embargo, es que el humor de los sectores medios se mantuvo en calma por dos razones principales. La primera porque hasta hace pocos meses se mantenían las expectativas de cambio “sin perder nada de lo que ya tenés” y la segunda porque todavía quedaba un colchón de ingresos.

Según muestran los indicadores privados y los encuestadores, la confianza de los consumidores se encuentra en sus mínimos históricos y la paciencia social declina rápidamente junto con la imagen del gobierno. En la segunda mitad del año, la economía pasó del freno a, directamente, una etapa de destrucción de riqueza. Mientras cae el Producto y se deteriora aceleradamente el empleo, con una desocupación que ya llega a los dos dígitos, con cierres de empresas y despidos cotidianos, las verdaderas fuentes de la inflación permanecen intactas. Las tarifas y los combustibles siguen aumentando absorbiendo la devaluación, pero sin siquiera frenar ante la retracción temporaria del tipo de cambio, que sigue sujetado con alambre gracias a las súper tasas. Como corresponde al estado actual de la lucha de clases, el único precio que no se reacomoda a la racha alcista es el de los salarios, mucho más si son públicos o informales.  

Mientras tanto el dato nuevo es que se abre un frente inesperado por el oficialismo: la perplejidad al interior de las clases dominantes. Los empresarios advierten que sólo le va bien a un núcleo muy pequeño: el sector financiero, unas pocas exportadoras y las energéticas amigas del gobierno (o propiedad a través de terceros). En el resto de la economía reina la paz de los cementerios. El modelo fracasó rotundamente. Los resultados del presente eran completamente predecibles por la teoría, por eso sorprende el analfabetismo económico del grueso del sector empresario, a quienes la mala teoría les está haciendo perder mucho dinero. Y sobre lo mojado de la recesión cae la lluvia de más impuestos demandada por el ajuste del FMI. La relación macrista se volvió lose-lose. El primer balance es que no solo las clases medias escupieron para arriba.

Frente al escenario de fracaso, economistas y comunicadores oficialistas comenzaron la dura tarea de reinterpretación. Como fue señalado desde el primer día, cuando llegan los efectos de las políticas neoliberales se argumenta que la dificultad fue no haber ido lo suficientemente a fondo. El fracaso correspondería al “gradualismo”. Sin embargo, las medidas de este gobierno nunca fueron graduales. Sólo se acudió a una inmensa nueva deuda en divisas como estrategia para cubrir un déficit de cuenta corriente sin la contrapartida del desarrollo, objetivo que a su vez posibilitó sostener el dólar para ganar las elecciones en 2017. El costo fue altísimo: reendeudar la economía por generaciones en sólo dos años. Una segunda interpretación, muy endogámica, es que el gobierno no explicó bien ni la herencia recibida ni el alcance de su programa. La tercera explicación, la más alucinada, pero también cantada, es la del “temor de los mercados” al regreso de un gobierno de signo contrario. El riesgo de este potencial regreso, dicen, es que prolonga en el presente el sudden stop (corte del ingreso) de los capitales financieros necesarios, junto con los aportes del FMI, para refinanciar los vencimientos de la deuda multiplicada. O sea el problema no serían las presiones de la súper deuda generada, sino la amenaza de la alternancia democrática.

Luego, aunque la liquidez global está siempre atenta a los negocios de corto plazo, como por ejemplo al renacido carry trade de las últimas semanas, el poder financiero sabe de la insustentabilidad de largo plazo. Contra el discurso oficial, los capitales no fluyen a las economías que cobran menos impuestos, sino a las economías que crecen. Por ejemplo, nadie abre un comercio si le aseguran bajos impuestos y salarios, sino si existen buenas perspectivas de ventas. Es el abecé de la inversión, que en todas las sociedades es una función de la evolución del PIB y no de la disminución de impuestos. ¿Por qué fluirían capitales internacionales a una economía que seguirá cayendo en los próximos años y en la que, además, sólo se promete seguir por la senda del ajuste? ¿Por qué habría inversión externa si tampoco invierten los locales y cuesta reconocer los sectores dinámicos, salvo núcleos acotados con precios subsidiados como Vaca Muerta? Esta es la razón sencilla por la que la IED, la gran esperanza oficial que permitiría en el mediano plazo estabilizar la relación deuda/PIB, cayó desde 2015 y seguirá cayendo en 2018 y 2019.

Mientras las promesas cambiemitas se derrumban y mientras las predicciones de la buena teoría se cumplen una a una, las clases medias y empresaria que, contra la experiencia histórica, apostaron nuevamente por un modelo neoliberal descubren, azorada y tardíamente, por quién doblan las campanas. Doblan por ellas.