Soy invitada a escribir acerca de una obra que me genere fanatismo. Luego de repasar listas nerds y épocas varias, opto por un descubrimiento que hable de mi presente. El año pasado me decidí por fin a ver Sátántangó de Béla Tarr. Un amigo me la grabó en un pen drive años atrás y hasta ahora no había tenido el valor. Es que ver Sátántangó primero requiere tiempo (dura siete horas y doce minutos, y está divida en siete partes). Luego, paciencia. Ambas cosas de las que nuestras vidas actuales generalmente carecen. Y no es una serie, no. Es una única y épica película, filmada en blanco y negro en una granja abandonada de una gris y lluviosa Hungría. 

Este proyecto también se vuelve posible gracias a la novedad del amor. Mi novio y yo decidimos ir a por ella en nuestros primeros meses de convivencia. El amor que es cómplice de los proyectos épicos. También: el amor por el cine que tiene que haber implicado hacer esta película. Y la dedicación que implica sentarse a verla. Amor y dedicación vs. entretenimiento. Todas cosas de las que también soy fan. Es nuestro primer invierno juntos, y lo usamos para meternos adentro de las casas grises de estos personajes olvidados por el mundo, que transitan días de conspiraciones confusas, dinero escondido, infidelidades, borracheras indispensables para el clima, caminatas por el barro y lluvia, mucha lluvia. 

¿Pero qué sería meterse adentro de Sátántangó? Entrar en una dimensión del espacio-tiempo donde más allá de cada cosa que sucede, asistimos al irremediable suceder de cada cosa. Las cosas pasan y una vez que suceden no tienen remedio. No se puede volver atrás. De eso va el tiempo. Cada día es una fatalidad. Esa maldita consciencia del tiempo que se escapa a cada instante, eso para mí es Béla Tarr. Un director que te obliga a entrar en la trama del tiempo, que nada tiene de parecido a entrar en la trama de los cuentitos. Como si los cuentitos fueran la cháchara que nos inventamos para llenar eso que nos excede y atraviesa: el tiempo. 

Pasa que en este tipo de películas uno además tiene tiempo de pensar, de ir a la deriva. Y mientras observas la caminata de dos personajes tomados desde atrás con un viento que hace volar la basura alrededor de ellos, sin que nadie te ahorre lo que en la vida se tarda en llegar desde la ciudad al bar del pueblo (el tedio del entre), vos tenés tiempo de reflexionar sobre tu vida, de dormirte y soñar un poco, de despertarte, de tomar una decisión importante, de apuntar alguna idea para la obra que estás ensayando. 

Este tipo de películas te permiten existir mientras las estás viendo. O más bien, ser consciente de que estás existiendo mientras las ves. Se suele asociar esta experiencia al aburrimiento. Yo creo que este “aburrimiento” es el que nos da la oportunidad afortunada de percibir el vacío de las cosas. No hay iluminación sin vacío y Béla nos lo da a montones. Nos pide comprometernos con el ahora y quedarnos ahí, percibiendo sus minutos, sus segundos, sus instantes. Y viendo cómo esos actores, de temples encarnados en el paisaje que habitan (actores-paisaje), se intricaron adentro de la experiencia. Estando ahí, transitando la duración que ellos vivieron filmando y nosotros re-vivimos al verlos. Esa intimidad de saber que somos testigos de ese momento que duró un tiempo preciso y que no editó nadie. 

Las tomas larguísimas de Tarr, en las que todos tuvieron que estar ahí comprometidos (adentro y fuera de escena), nos habilitan una forma de compartir juntos el tiempo, más allá del desfasaje. Compartir juntos el tiempo, eso que cada vez parece más difícil. Una niña camina bajo la lluvia sosteniendo a su gato muerto, al que envenenó al igual que ella. ¿Elige un lugar para morir? ¿Es esta la única decisión que le queda? Una vez que el veneno entra, sólo queda un resto de tiempo para elegir dónde. El Doctor es gordo y respira con dificultad, observa todo lo que sucede desde su ventana y bebe brandy. Escribe notas en su diario. Es un testigo agónico. Al Doctor le cuesta levantarse de la silla, ir al baño, servir el brandy en el vaso. Béla Tarr no nos ahorra ninguno de estos procedimientos. Vamos a estar ahí con él, percibiendo su respiración agitada, el esfuerzo que implica levantarse de la silla o la sensación del alcohol bajando por su garganta. 

En el bar se baila y se baila hasta el amanecer. Una forma de gastar el tiempo. Cuando los borrachos caen al suelo, el músico sigue tocando el acordeón; la música sigue en escena, ocupando el tiempo. El camino que el Doctor tiene que hacer hasta llegar al bar, para conseguir el brandy que se le acabó, es arduo. En una película normal lo veríamos salir de su casa y por corte lo veríamos entrando al bar. Aquí, vamos a vivir la experiencia trabajosa de ese cuerpo que es capaz de un gran sacrificio para poder seguir subsistiendo borracho el poco tiempo que le queda. La realidad como la ve Tarr, como nos la hace ver; con su inutilidad, confusión, aburrimiento y vacío. Un cine sobre la presencia de nuestros cuerpos en el espacio y el tiempo. O sea, sobre la presencia de nuestros cuerpos en el mundo. 

Escuché en una entrevista que a Béla Tarr no le gustan las historias porque las historias pretenden que algo importante está pasando en nuestras vidas, cuando en realidad no está pasando tanto. Simplemente hacemos, hacemos y un día nos morimos. También decía que en sus películas se pregunta cómo estamos gastando nuestro tiempo. 

En esos primeros meses de convivencia con mi novio, aparece un gato en nuestras vidas. Otro proyecto que trae la novedad del amor. No era fan de los gatos, porque nadie me había mostrado lo fascinantes que pueden llegar a ser. Así como Béla me mostró lo fascinante que puede ser caminar a la deriva por un camino con  lluvia. A fuerza de escuchar ese nombre una y otra vez, a nuestro gato lo bautizamos como al personaje principal de la película; Irimiás. En la película, Irimiás regresa a la granja cuando todos lo creían muerto y desajusta todos los planes. Nosotros rescatamos a Irimiás del abandono y lo dejamos que desajuste los nuestros. Sátántángo, por su parte, nos pide que nos detengamos, que nos quedemos ahí, que no avancemos en nuestros planes. O más bien, que observemos con fascinación cómo el tiempo opera caprichosamente con ellos.


Victoria Roland es actriz y docente de actuación. En el 2018 estrenó como directora La plaza de los ponys salvajes, basada en el libro Captcha de la poeta Noe Vera, dentro del ciclo Pequeña Voz: Miniaturas Teatrales, en Teatro Timbre 4. Actualmente se encuentra ensayando su próxima producción junto al director Juan Coulasso, Una obra más real que la del mundo, a estrenarse en el 2019. El mundo es más fuerte que yo es su última producción como actriz y coautora. Realizada junto a Juan y Matías Coulasso –director y músico, respectivamente–, este año fue su segunda temporada. Su última función, dentro del marco del Programa de Promoción Cultural en los Barrios, se podrá ver el sábado 10, en Roseti, Roseti 722, a las 18.30. Gratis. Las entradas se reservan a través de Alternativa Teatral.