Daniela Lucena, socióloga e investigadora del Conicet, estudió los códigos de vestimenta del Colegio Nacional de Buenos Aires durante la última dictadura. La investigadora recuerda una resolución del Colegio de 1976, firmada por el rector Eduardo Aníbal Rómulo Maniglia, que ilustra “uno de los tantos modos en que operaba la represión en las escuelas secundarias en aquella época”. En ese documento, “las prácticas vestimentarias se consideraban algo más que una mera elección estética”. Como ejemplo cita: “la vestimenta y aspecto exterior son también un medio de comunicación anunciador de la íntima estructura espiritual, del ambiente formador del individuo y de los estímulos primordiales a los cuales responde”.
También dice que “se atribuía a las prendas la capacidad de transmitir los valores morales (y políticos) de quien las vestía: ‘la dignidad, pulcritud y corrección del atuendo –independientemente de la modestia o el lujo de las prendas– proclama con su sola presencia los propósitos limpios y honestos del que lo exhibe, y predispone a los espíritus a la consecución de tales propósitos’.”
Por todo esto, una de las principales preocupaciones de las autoridades del colegio era “la indumentaria desaliñada, el aspecto hirsuto, la palabra y el gesto procaz, la falta de respeto y cortesía” que promovían la destrucción institucional y eran sinónimo de “la vulneración de los valores morales argentinos” y “la cercanía cada vez más evidente de la depravación y los fines siniestros de la antipatria”. Por eso, dice la experta, la necesidad de reglamentar las normas de presentación y la apariencia de los estudiantes de la institución. Las alumnas tenían que llevar “pollera gris hasta la rodilla; saco azul oscuro liso, blusa blanca o celeste; zapatos bajos negros o marrones; medias enteras o tres cuartos de color azul; cabello peinado y tomado con vincha azul o negra; ninguna clase de maquillaje en el rostro ni alhajas o similares” y los alumnos “pantalón gris; saco azul oscuro liso; camisa blanca o celeste; corbata oscura lisa; zapatos bajos negros o marrones; cabello corto a dos dedos por encima del cuello de la camisa; rostro afeitado; patillas hasta la mitad del lóbulo de la oreja”.
“Si la vestimenta desaliñada aparecía como sinónimo de depravación moral y antipatriotismo, resultaba indispensable regular qué tipo de prendas y adornos podían usarse y cómo, de modo de uniformar el aspecto y los comportamientos, con el consiguiente castigo a quienes no se amoldaban a esas exigencias”, analiza Lucena.