Esta es la historia del tren “más chico, más lento, más exasperante y más divertido del mundo”, como lo definió Rodolfo Walsh, y que se hizo famoso por recorrer en forma casi circular, desde finales del siglo XIX, los 200 kilómetros de los paisajes más impenetrables de la provincia de Corrientes. Un sistema de trocha angosta, con rieles separados por apenas sesenta centímetros, denominado “Decauville”, en honor al agricultor francés que los inventó.
El primer tramo del Ferrocarril Económico Argentino fue inaugurado en el año 1892 a instancias del empresario azucarero Francisco Bolla, que necesitaba construir una vía de comunicación entre su ingenio y la ciudad de Corrientes. En aquellos primeros años del 1900, uno de los productos fabricados en el ingenio fue un vodka a base de caña que se envasaba en toneles de madera, con el águila bicéfala marcada a fuego, destinados a la familia del zar en Rusia. El producto fue tan valorado que la corte del zar Nicolás II envió al conde Milsky a monitorear el proceso de producción. Una vez desencadenada la revolución, el conde decidió quedarse en tierras correntinas, formó familia y aún hoy se encuentra descendencia con su apellido.
En el año 1911, el itinerario incluía distintas localidades: Santa Ana, San Cosme, San Luis del Palmar, Herlitzka, Cerrudo Cué, Lomas de Vallejos, Puisoyé, Manantiales, Paso Florentin, Caa Catí y Mburucuyá. Un coche de primera clase para dieciocho pasajeros con asientos acolchonados, y coches de segunda donde se amontonaban paquetes, sandías, correspondencia, animales y pasajeros dormidos. Convivían en los vagones trabajadores del azúcar con viajeros, gauchos, comerciantes y docentes. La mercancía llegaba en vapores desde Buenos Aires al puerto correntino y el pequeño convoy luego distribuía los productos en cada pueblo.
Todos los días el “trencito” o el “económico” salía de la estación Corrientes, un lujoso edificio con cúpula y reloj, que persiste en el tiempo. “Un caso típico de mucha estación y poco tren”, bromeaban los vecinos. El tamaño no fue un obstáculo para Roberto Arlt y Rodolfo Walsh, grandes escritores nacionales, que encontraron en este tren y sus circunstancias, material para sus escritos.
Diariamente a las 5.30 de la mañana salía en dirección a su viaje de 25 horas hasta la estación final, a una velocidad promedio de siete kilómetros por hora. La puntualidad de la salida del tren era un tema de relativa importancia, porque su lentitud permitía al pasajero, apurando un poco el paso, subirse de un salto, en cualquier momento del recorrido. El tren contaba con la presencia de un guarda, que se hizo fama por portar un arma de fuego en la cintura, hecho que “garantizaba un viaje seguro y tranquilo” cuando el tren se adentraba en zonas casi no habitadas.
El trencito tuvo también alguna historia trágica, como la muerte de don Filomeno, habitual pasajero de la formación. Cierto día al hombre lo encontraron muerto en las vías del tren con una serie de lesiones severas. Aún persisten dudas de si aquello fue un improbable accidente o, en realidad, se trató de un suicidio a causa de una pena de amor. La memoria colectiva optó por esta segunda interpretación y, durante décadas, los enamorados, al pasar por el lugar –transformado en un sitio de culto–, lanzaban flores y oraban. Walsh, que realizó esta peripecia junto al fotógrafo Pablo Alonso, y que la inmortalizó en el artículo “El expreso de la siesta” (1966), describió que viajar en el trencito producía en el viajero una experiencia de ensueño, de pérdida parcial de contacto con la realidad.
En los primeros tramos, éste se desplazaba en forma rítmica y a velocidad de a pie por los suburbios de la ciudad. Las ventanillas casi rozaban las paredes, y hasta daba la impresión de que la locomotora ingresaba a las habitaciones de las casas. En el artículo “El expreso de Shanghai correntino” (1931), Arlt señaló: “Vi una locomotora pequeña y ventruda, con bielas minúsculas y ruedas del diámetro de un plato de cocina y vagones que no eran más anchos que un automóvil”. Un observador desprevenido podría pensar que se trataba de un juguete. En algunas zonas de esteros, el tren se parecía más a una embarcación que navegaba por el agua y el fogonero tenía la ardua tarea de evitar que se inundaran las calderas. Algunos pasajeros, en ocasiones, debían bajar en canoas porque los caminos desaparecían por completo.
Este ferrocarril no fallaba nunca, era “económico, lento y seguro”, un viaje que tenía tanto de aventura como de transporte de personas y mercaderías. A veces el viento soplaba con tal intensidad que los pastizales invadían los pequeños rieles y las ruedas patinaban, produciendo un sonido singular que muchos recuerdan. En cierta ocasión, un temporal arrojó a los esteros una locomotora entera, y también era habitual golpear terneros y carpinchos gigantes. Para los pasajeros que aspiraban a abordar el tren, la dinámica era similar a parar un taxi, pero en el medio de la nada: se levantaba el brazo y el maquinista accionaba la palanca del freno. En los últimos tramos del recorrido, Walsh describe que el tren “ya no lleva gente a estas etapas finales del campo sino que las saca: las sirvientas que necesita la capital, los peones que reclaman las fábricas”.
Los trozos de quebracho y carbón van alimentado la caldera. Todo se bambolea y jadea. Las chispas, los chorros de agua caliente que brotan de las juntas y el vapor le otorgan el apodo de “buey de fierro”. Maquinista y fogonero saludan a la gente sentada ante sus ranchos, y reciben y transmiten encargos a viva voz. La llegada del tren significa un enorme acontecimiento social y de diversión. Todos lo esperan.
En sintonía con los vaivenes nacionales, luego de una historia de quiebras, interrupciones de servicio, y hasta el levantamiento de rieles con destino de chatarra, en el año 1946 el tren fue nacionalizado e incorporado al Ferrocarril General Urquiza, con el que nunca tuvo conexión física. El artículo de Walsh (compilado en el libro El violento oficio de escribir) fue publicado tres años antes del cierre definitivo del tren, cuando realizaba tres viajes semanales y transportaba una modesta carga.
“Un tren mágico, tripulado por personas mágicas”, con esa frase culmina Walsh su texto. En 1968, el Ingenio Correntino se declaró en quiebra y esto significó el golpe final para el tren económico. El 1º de noviembre de 1969 realizó su último viaje y las vías fueron levantadas para siempre. En la década del 90, un intendente intentó vender en plena madrugada las locomotoras y ya con las grúas en acción el hecho fue impedido a último minuto por un juez retirado de apellido Simoni, que se encadenó a la locomotora.
Actualmente, la provincia de Corrientes no cuenta con ningún ferrocarril de pasajeros, al igual que la mayor parte del territorio nacional. Las viejas estaciones están abandonadas o ya no existen. En algunas de ellas habitan familias, muchas de las cuales desconocen que por allí pasó un tren. A pocos minutos de la capital, en el pueblo de Santa Ana, hay un par de locomotoras de la década del 20 y algunos vagones restaurados y otros más bien abandonados, que recuerdan esta época fantástica y misteriosa.