En el marco del Programa Nacional de Entrega Voluntaria de Armas de Fuego que ejecuta la Agencia Nacional de Materiales Controlados del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos se llevó a cabo entre el 24 y el 30 de octubre la Semana del Desarme. Esta se inscribe en las jornadas anuales que celebra Naciones Unidas y expresa la importancia que la ONU le otorga al Tratado sobre Comercio de Armas (TCA) que entró en vigor en 2014. En 2018 la Argentina ha ocupado una de las vicepresidencias de la Cuarta Conferencia de Estados partes del TCA.
A pesar de este perfil del país en materia de control de armas y a escasas horas de que se reivindicara oficialmente el desarme, la Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich consideró que “el que quiera estar armado, que ande armado”. Sin duda, esta afirmación debe ser analizada en detalle teniendo en cuenta no solo la evidencia de la política de seguridad del gobierno de Cambiemos, sino las contradicciones del ejecutivo, la variante argentina de “mano dura” para tramitar la creciente conflictividad pública, las ambiciones personales y políticas de la ministra, las percepciones ciudadanas sobre vulnerabilidad cotidiana y desprotección estatal, la gradual gestación de un clima de pánico social en materia delincuencial ante la proximidad de la elección de 2019 y el contexto mundial y regional que habilita retóricas y prácticas de “cruzada” contra el delito.
Quisiera hoy, sin embargo, solo introducir dos breves comentarios que ayuden a ilustrar el contexto tanto en relación con la experiencia interna como la internacional. Por un lado, todos los estudios rigurosos sobre el tema muestran cómo se elevaron los homicidios, la violencia, el registro y uso de armas de fuego en los años 2001-02. El impacto de esa crisis fue letal para todos los grupos etarios. Y sus efectos se prolongaron a tal punto que hubo una situación de emergencia en materia de armas de fuego en 2006 que llevó a la aprobación de la ley 26216. En esencia se buscaba aumentar las capacidades estatales para controlar el fenómeno de las armas de fuego, el armamentismo civil y su nexo con los altos niveles de victimización. Al menos en términos de homicidios dolosos, las cifras fueron descendiendo hasta llegar,en 2017, y según datos oficiales,a una tasa de 5,1 cada 100.000 habitantes. Es bueno recordar que en ese mismo año, y para esa misma categoría, la cifra en Brasil fue de 30,8 cada 100.000; algo que, entre otros varios motivos, explica el triunfo de Jair Bolsonaro.
El ejemplo internacional que quiero destacar es el de Colombia. Durante el gobierno del Presidente Julio César Turbay Ayala (1978-82), ante el incremento de la violencia, la incapacidad del ejecutivo para hacerle frente y la des-monopolización del uso legítimo de la fuerza en manos del Estado, su Ministro de Defensa, el General Luis Carlos Camacho Leyva dijo: “los ciudadanos deberían armarse porque el Estado no puede garantizar su seguridad”. Esta frase se produjo poco después de que se expidiera un draconiano Estatuto de Seguridad para frenar “todo tipo de delincuencia” a partir del cual se produjo una masiva violación de los derechos humanos. A mi llegada a Bogotá en 1981 ciudad en donde viví hasta 1998, uno de mis mayores asombros fue observarla facilidad que existía no solo para la tenencia sino en cuanto a la portación de armas. Demás está decir que conocí los años más violentos de la historia de ese país.
Por supuesto no se trata de hacer una inadecuada, innecesaria e improductiva comparación entre Colombia y la Argentina. Me interesa destacar que la política de estimular que la población se arme abre una Caja de Pandora con impredecibles consecuencias que no aportan a la seguridad ciudadana. Es mucho más probable que las aserciones de la ministra Bullrich y las políticas que se puedan derivar de ellas nos lleven a la inseguridad colectiva.
* Profesor Plenario de la Universidad Di Tella.