En la introducción al libro Ciudadano Welles, editado originalmente en inglés en 1992 y recientemente republicado en español por La Marca Editora, el realizador (y amigo personal del homenajeado) Peter Bogdanovich, escribe las siguientes líneas: “Al día siguiente Orson me informó de que proyectaba hacer su última película precisamente sobre ese tema: los últimos años de un director que estaba envejeciendo, y así fue, posiblemente, cómo Orson Welles comenzó a filmar su película, ahora legendaria, Al otro lado del viento, financiada con su propio dinero a finales de 1970 y que continuó filmando de manera discontinua durante varios años. John Huston hacía el papel de director y el reparto incluía a Lilli Palmer, Mercedes McCambridge, Edmond O’Brien, Pat O´Brien, George Jessel, Henry Jaglom, Paul Mazursky, Oja Kodar, Dennis Hopper y otros, muchos otros, y yo. Lo poco que he visto de ella está entre lo mejor que ha hecho Orson Welles”. Desde hace apenas 48 horas, Al otro lado del viento puede disfrutarse, finalmente, luego de más de cuatro décadas de oscuridad y silencio, con un simple click en la plataforma de video a demanda Netflix. Esa misma película que estuvo “bloqueada y su edición incompleta” desde el rodaje del último de sus planos hasta el rescate definitivo financiado por diversas personas, instituciones y empresas hace un par de años, y que vio por primera vez la luz de una sala de cine hace algunas semanas, en el marco del Festival de Cine de Venecia, treinta y tres años después de la muerte de su creador. Orson está de vuelta y trae una venganza dulce debajo del brazo.
La historia no tan secreta de ese rodaje intermitente que duró más de cinco años, su montaje final truncado y el encierro de los negativos de cámara en una bóveda de París es narrada con lujo de detalles en el largometraje Me amarán cuando esté muerto, dirigido por Morgan Neville y distribuido por Netflix para acompañar el lanzamiento de la atracción principal. El título del documental está basado en una frase que Welles –dice la leyenda– compartió con Bogdanovich poco antes de morir y no podría resultar más apropiado, tanto en relación directa con esta película, considerada inconclusa durante todos estos años, como respecto de la figura de Welles en términos generales: el niño mimado de Hollywood que gozó de libertades impensadas para llevar a buen destino su ópera prima, El ciudadano (1941), y que a partir de ese momento debió luchar quijotescamente para conseguir financiación en virtualmente todos los proyectos cinematográficos en los que estuvo involucrado como realizador. Un viaje de varias décadas que lo llevó a recorrer los más diversos sets y locaciones de Europa. Peter Bogdanovich es, lógicamente, uno de los entrevistados más efusivos en el film de Neville, por tres razones de fuste: la relación de admiración y amistad con el genio de Kenosha, Wisconsin; el hecho de interpretar a uno de los personajes centrales de The Other Side of the Wind; y finalmente por haber sido uno de los más férreos impulsores del proyecto de rescate y finalización de la película.
Sed de cine
En las conversaciones con Bogdanovich transcriptas en Ciudadano Welles, el director de Sed de mal y El proceso cuenta que “una noche no podía dormir y de repente se me ocurrió. ‘Tengo una historia –he trabajado en ella durante años– sobre un anciano director de cine. (…) Voy a usar varias voces para contar la historia. Se oyen conversaciones grabadas con entrevistas y se ven escenas muy distintas que ocurren al mismo tiempo. Alguien está escribiendo un libro sobre él… diferentes libros. Documentales… fotos fijas, películas, cintas magnetofónicas, objetos que son como testigos de su pasado. La película debe hacerse a partir de toda esa materia prima. Cabe imaginarse con facilidad lo atrevido que puede ser el montaje, y también muy divertido”. Divertido: nada más lejos de la realidad, a juzgar por los años que terminó llevando la edición de la película. Atrevido: absolutamente cierto, teniendo en cuenta los resultados finales, logrados luego de seguir lo más cerca posible las instrucciones escritas del propio Welles y el rough cut de varias escenas que logró ensamblar antes de su muerte. Los condicionamientos para que Al otro lado del viento permaneciera en un eterno limbo hasta tiempos recientes son diversos, pero el principal tal vez sea la mismísima Revolución Islámica de Irán de 1979: una parte importante del presupuesto de producción había sido proporcionada por el cuñado del shah, elemento definitivamente problemático luego de los radicales cambios en los vientos políticos. La compañía iraní pedía un carísimo rescate para liberar al prisionero fílmico.
En cuanto al extenso y sobresaltado rodaje, el film de Neville y el detallado libro de Josh Karp Orson Welles’ Last Movie describen un proceso de interacción creativa necesariamente fluctuante: las cerca de cien horas de metraje bruto fueron filmadas a lo largo de poco más de un lustro. Orson Welles gritó el primer “acción” en el apogeo del New Hollywood y dictaminó el último “corte” durante el comienzo de su declive no oficial, poco tiempo antes del arribo del tiburón asesino de Steven Spielberg y las aventuras espaciales de George Lucas, según Bogdanovich los primeros y punzantes clavos del ataúd de un posible y permanente cambio en la industria que nunca ocurriría. Me amarán cuando esté muerto no puede competir con el nivel de detalle del libro –donde se describen las mil y una batallas legales por los derechos del material– pero gana en un terreno obvio: las escasas pero valiosísimas imágenes del backstage de la filmación, en las cuales puede verse y, sobre todo, oírse a Welles dándole indicaciones al equipo técnico y a los actores. En cuanto al germen de la historia, su inspiración seminal, Karp indica que podría tener su origen en la supuesta pelea a puñetazo limpio que mantuvo con Ernest Hemingway, un día de mayo de 1937, y la relación de amistad subsiguiente entre ambos artistas, hasta el suicidio del escritor en 1961. ¿Es Al otro lado del viento un film autobiográfico? Posiblemente, tanto como cualquier otro largometraje de Welles puede serlo. O tal vez un poco más: un auténtico y cambiante espejo de las relaciones entre el gran artista y aquellos que decidieron acompañarlo en esa loca, loquísima aventura.
V de Verdad
Una sinopsis posible de Al otro lado del viento podría comenzar así: “Jake Hannaford, veterano y otrora celebrado cineasta, cumple 70 años y, para festejarlo, un ecléctico grupo de amigos, actores, actrices, productores, periodistas y camarógrafos lo celebra a lo grande en un rancho en la afueras de Los Ángeles. Será la última noche con vida de Hannaford”. Como toda sinopsis, en particular cuando el relato al cual refiere se aparta de los cánones de la acción y reacción como principal motor de la historia, esa descripción no llega a horadar la capa más superficial de la estructura narrativa. La primera secuencia en un estudio de cine, poco antes de la mudanza sobre ruedas al lugar del festejo, anticipa el tono y el ritmo de lo que vendrá: un montaje frenético y fragmentario que no hace más que acentuar las múltiples faenas y diálogos que tienen lugar al mismo tiempo, con variaciones constantes de imagen (del blanco y negro al color, del 35mm en pantalla ancha a la emulsión granulada del 16mm), y los cambios de registro en la interacción entre los personajes, del drama naturalista de algunos intercambios al frenesí del movimiento de masas –siempre en ambientes reducidos, incluso claustrofóbicos–, de la intimidad de algunas de las entrevistas documentales dentro de la ficción a las actividades de los invitados, por momentos de cualidad circense.
A lo largo de esa noche de excepción habrá también fuegos artificiales, enanos, confesiones, mucho alcohol y una película dentro de la película llamada, asimismo “Al otro lado del viento”, la nueva producción cinematográfica que Hannaford espera, desea, ruega vuelva a poner su nombre en circulación. Como le ocurrió a Welles con Al otro lado del viento de este lado de la pantalla. Los juegos de realidad y ficción, reflejados hasta el infinito como en la famosa secuencia de los espejos de La dama de Shanghái, no acaban allí. Luego de la abrupta renuncia del comediante e imitador Rich Little, encargado original de interpretar a Brooks Otterlake –cineasta joven y exitoso, discípulo inveterado del gran maestro Hannaford– Welles se vio obligado a volver a filmar nuevamente todas esas escenas. Bogdanovich, que hasta ese momento estaba a cargo de un papel estrictamente secundario, terminaría adoptando ese rol, replicando en pantalla su relación real con Welles. Si es cierto que –como se afirma en Me amarán cuando esté muerto– gran parte de la obra del director de F de Falso gira alrededor de la idea de la amistad y la traición, no es difícil reemplazar las siluetas de los personajes interpretados por John Huston y Peter Bogdanovich por las figuras de Welles y el Bogdanovich real, quien luego del éxito crítico y de público de La última película, Luna de papel y ¿Qué pasa, doctor? disfrutaba en aquellos años de la fama y el poder creativo que al cineasta más experimentado le estaban vedados. ¿Cuánto de esa relación de admiración mutua y amistad no exenta de cierta envidia está presente en el film?
En cuanto a la película sin terminar (a la cual todos se refieren como trunca) dentro de la película, que irónicamente también permaneció inconclusa hasta ahora, no resulta difícil imaginarla como una respuesta de Welles a cierto cine de autor a la europea, que consideraba algo impostado. En particular, el de Michelangelo Antonioni. Hay rastros formales de la obra del realizador italiano, en versión paródica, en esas imágenes de un joven bello y rubio como la miel (Robert Random) alternativamente persiguiendo y siendo perseguido por una mujer bella y morocha (la croata Oja Kodar, compañera de Welles durante los últimos años de su vida), a lo largo y a lo ancho de paisajes urbanos y desérticos, como así también en el abandonado backlot de un estudio cinematográfico. En una lujuriosa secuencia erótica –la primera y única en toda su carrera–, un automóvil en movimiento bajo una intensa lluvia se transforma en una celebración de los cuerpos, la desnudez, el sexo y los colores primarios. El corte al rostro de Huston/Hannaford, absorto en su propia creación, y sus respuestas a veces hirientes, a veces sarcásticas, a las preguntas de sus colaboradores, vuelven a poner en tensión la idea de macho todopoderoso a la Hemingway, otra evidente fuente de inspiración para el personaje. Es notable, en ese sentido, que su relación con el actor que encarna al protagonista de la película posea una fuerte connotación padre/hijo y una no tan oculta fibra homoerótica.
O de Orson
La afirmación suena fuerte y puede resultar temeraria, particularmente porque refiere a un creador que hizo de la exploración creativa y la idiosincrasia artística dos de las principales metas de su vida: tal vez Al otro lado del viento sea la película formalmente más experimental de toda su carrera. Un paso más allá de F de falso, una de las obras maestras indiscutibles de su filmografía. Pero, ¿cómo hubiera sido esta película de haber sido terminada en tiempo y forma? ¿Exactamente igual a la que ahora puede disfrutarse? ¿Similar, aunque con fuertes variaciones? ¿Completamente distinta? Imposible saberlo, como ocurre con cualquier elucubración contra fáctica. Lo cierto es que, como en todas las creaciones de Welles –las terminadas, las inconclusas, las alteradas por manos ajenas, aquellas otras que pueden ser vistas y oídas en diferentes versiones–, la pulsión por contar historias, reales o falsas (en el mundo del realizador, a veces se trata de sinónimos intercambiables) triunfa por sobre cualquier otra fuerza motriz. En palabras de Josh Karp, “una de las cosas que deben comprenderse sobre Orson Welles es que era un narrador extraordinario: en persona, en la pantalla, en la mesa a la hora de la cena, bien tarde a la noche, sobre el escenario, a lo largo de un extenso almuerzo, en su salón de estar y en cualquier lugar en el que pudiera estar. Su vida, su trabajo, su fallas, su brillantez, sus imponentes logros y sus fracasos épicos fueron todas magníficas historias que Orson contaba de manera magistral”. Al otro lado del viento no hace más que confirmarlo con creces.