El escritor y cronista cubano tiene un gran oído para la cadencia de la frase y para bailar. Carlos Manuel Álvarez –elegido en la lista de Bogotá39 como uno de los 39 mejores escritores latinoamericanos menores de 40 años– no es un patadura. Ahí está el video casero, que él mismo muestra a PáginaI12, donde baila salsa, descalzo, pisando el suelo con la guapería y picardía que los cubanos exhiben hasta en los dedos de los pies. El autor de La tribu. Retratos de Cuba (Seix Barral) –que participó de la segunda edición del Festival Basado en Hechos Reales, que terminó el fin de semana– fundó la revista digital El Estornudo, donde publicó varias de las dieciséis crónicas que integran los retratos de su país natal. Un país que le duele en el cuerpo, en la palabra, en cada línea que escribe. Un país del que se fue hace casi tres años para instalarse en México. En el único texto inédito de ese libro, “Un triste (y multiplicado) tigre”, sobre la muerte de Fidel Castro, escribe: “Fue el escudo de su pueblo y luego su pueblo le valió de escudo. Mordió el corazón del país como quien muerde una fruta y lo fue chupando y ahora nos ha dejado en la semilla. La cobertura de su muerte confirma que es un gigante –la barbilla firme, el cuerpo erguido, la mirada severa– de pie sobre el teatro de operaciones de nuestros escombros”.
La rabia de esa crónica, que acaso sea otra forma de expresar el dolor, se condensa en una ceremonia ritual que lo incluye. “La gente también se está enterrando un poco a sí misma, despidiendo esa parte, llamada Fidel Castro, que eran ellos, asistiendo a su propio velorio”, dice Álvarez. “Es como exorcizar en un réquiem último al vivo que por más de cincuenta años se nos metió adentro”.
–En el epígrafe de La tribu recuerda una frase de Vasili Grossman: “Nada es más duro que ser hijastro del tiempo”. ¿Se siente hijastro del presente de Cuba?
–Sí, me sentí así en algún momento. Ese epígrafe está más bien destinado a los personajes del libro por la idea de deslocalización respecto a su tiempo, a su presente histórico. Curiosamente, hace dos días estaba leyendo un libro de Pierre Michon, un autor francés muy importante para mí, donde se refería a la muerte como la madrastra. Me pareció una de las formas más bellas de referirse a la muerte que había leído. Cuando estoy diciendo que estos personajes son hijastros de alguien, hay un padrastro que no sé si es la muerte. Quizá la fatalidad histórica es probablemente a lo que me esté refiriendo, la condición de vivir un tiempo traicionado; hay como la imposición de un tiempo histórico que no sería el de ellos, entonces tienen que estar viviendo en un sitio prestado.
–En el caso de la crónica “La muerte del maquinista”, sobre el creador de los Van Van, cuesta pensar a Juan Formell como un personaje descolocado. ¿Por qué lo piensa en términos de descolocación?
–Formell está descolocado respecto a la revolución cubana, pero es cierto que sería el personaje más colocado de todo el libro. La crónica sobre Formell intenta hacer un breve recorrido histórico a través de muy pocos sitios y lugares; con Van Van se puede hacer un recorrido de esos primeros cincuenta años de la revolución, sin tener que contarlo a través de figuras eminentemente políticas; uno puede trazar la historia desde una orquesta que para Cuba es muy conocida, que tú la conoces, que tiene cierta ascendencia en determinados lugares, pero que no tiene el peso mediático que estrictamente tienen las figuras políticas de la revolución. El resto de los personajes son outsiders, están completamente desplazados de algún centro y se mueven en los márgenes de determinadas realidades; estoy hablando de emigrantes, de exiliados, de artistas políticos censurados, de poetas condenados al ostracismo, incluso en el último texto que cierra el libro, que es sobre la muerte de Fidel Castro, hay un desplazamiento también de Cuba. Uno siente que Fidel Castro ocupa más sitio de lo que debió ocupar; desplaza a la nación, la parte es más grande que el todo.
–Pero hay también un desplazamiento de quien escribe; algunos de las crónicas están escritas en Cuba, otras en México.
–Sí, pero me gustaría pensar, no sé si lo logro, que mi desplazamiento está en función del desplazamiento de estos personajes, yo me muevo al sitio donde están ellos, independientemente de donde estén. La voz del narrador es una voz que se mueve; y podría trazarse una especie de mapa en ese recorrido subrepticio, en la localización de esos distintos puntos que conforman La tribu. En cualquier caso, el hecho de escribir las últimas crónicas fuera de Cuba da una perspectiva distinta sobre ciertas cosas. Como reportero era completamente distinto trabajar lo cubano desde el territorio cubano, que trabajar lo cubano ya asentado en otro lugar.
–Es interesante el efecto que genera que uno de los personajes, Boris Santiesteban, le esté preguntando insistentemente si usted es de seguridad del Estado cubano. ¿Por qué esa desconfianza?
–La sospecha, en muchos sentidos justificada, es parte de la vida diaria en Cuba. Esa sospecha degenera en paranoia tantísimas veces. Esta no es una situación exclusiva ni demasiado descabellada, esto sucede todo el tiempo y es parte de las relaciones interpersonales en Cuba. Aunque haya dos personas que estén en una transacción que sea completamente ordinaria y carente de interés para cualquier gobierno, estarían preguntándote si tú eres de la Seguridad, de la policía política o algo así. En el caso de la relación entre un periodista y un personaje, podía volverse para él más incómodo, habida cuenta de que yo estaba intentando conocer detalles de su vida íntima. Uno podía entender que alguien como él, que había salido ilegal, podía tener ese tipo de reacción. Me interesaba dejar esa reacción porque marcaba el clima de desconfianza que muchas veces se respira en cualquier tipo de trabajo periodístico que se pueda hacer en Cuba. Uno siente que la policía política hace mejor su trabajo cuando ya no tienen que hacerlo ellos, cuando han logrado que tú lo hagas por ellos. La respuesta más eficaz que podríamos darle a eso sería incluso la ingenuidad, no habría por qué desconfiar absolutamente de nadie. Si alguien es un policía político que está controlándote, ¿y qué? Sería un buen modo de neutralizarlo porque están en menos sitios de los que uno cree que están, ¿no? Pero finalmente están en todo porque uno cree que están en todas partes.
–En uno de los textos del libro advierte cómo cambia el lenguaje en el programa por antonomasia del oficialismo cubano, “Mesa redonda”. Antes, para referirse a Estados Unidos, hablaban de “imperio”. Hoy hablan de “vecino”, un término un tanto descafeinado, muy despolitizado. ¿Qué está sucediendo con el lenguaje en Cuba a partir del acercamiento con Estados Unidos?
–El lenguaje como sistema de representación de la realidad muestra que hay cosas que empiezan a cambiar. Ese cambio se da de manera tan inmediata porque no hay que cambiar la realidad para eso, porque ya la realidad estaba cambiada, porque una cosa era el lenguaje que mantenía el poder y otra cosa es el lenguaje que mantiene la Cuba real, la Cuba de la gente. El lenguaje, la relación vecinal, es una relación más cordial entre Cuba y su diáspora a los Estados Unidos en los últimos veinte años, sobre todo a partir de los 90. La idea de lo estadounidense en Cuba, la idea de lo gringo en Cuba, estaba completamente asumida por la sociedad y hay una influencia cultural importante en muchos órdenes de la vida en Cuba. Lo que pasaba es que el lenguaje del gobierno estaba mucho más enclavado en los márgenes simbólicos de la Guerra Fría, en una relación mucho más polarizada. Ese cambio se da rápido y el gobierno empieza a hablar en términos más verosímiles de acuerdo a lo que está pasando. Ahora que lo pienso más el lenguaje que utilizan es bastante descafeinado porque intentaba no denotar demasiado; más que dotar de sentido a un nuevo lenguaje lo que se intentaba más bien era neutralizar el anterior, antes de saber qué lenguaje vamos a crear. Hay que nombrar de algún modo, entonces se empieza a nombrar del modo más neutro y más laxo posible para ver justamente qué nuevos vaivenes va a traernos esta nueva encrucijada histórica. Ese deshielo que empezó a suceder con la administración (Barack) Obama se ha detenido; no hay desde el gobierno un regreso al menos tan agresivo o evidente al lenguaje anterior, al lenguaje de la Guerra Fría. Hay una especie de paréntesis que no acaba de definir un lenguaje preciso, una relación más o menos evidente por dónde van a ir las cosas y alrededor de qué vamos a articular el relato en relación con Estados Unidos.
–¿La pregunta ontológica para el cubano sigue siendo cómo van a lidiar con Estados Unidos?
–Totalmente, es ineludible para Cuba. Hay muchas razones geográficas e históricas que determinan que nosotros vamos a estar en algún tipo de relación con Estados Unidos, un país tan cercano que siempre está gravitando sobre nosotros. Nuestra identidad se va a dirimir en esa relación.
–¿Cómo imaginar esa relación en lo inmediato, en un futuro próximo?
–Me interesa muchísimo pensar a Cuba dentro de lo latinoamericano y lo latinoamericano para Cuba dentro de algo que aún no ha llegado, que es la modernidad y la globalización. La manera en que Cuba tendría de entrar al mundo sería con una identidad cultural mucho más cercana y entender la relación de Cuba con Estados Unidos dentro de un contexto más regional y no tan particular, no Cuba como una especie de seccionalismo histórico, que es lo que se vivió en los últimos cincuenta años. Dentro de los acercamientos y tensiones que ocurren en el mundo globalizado, me interesa que esa relación se discuta en términos modernos, no en términos de una temporada histórica que finiquitó. El último resabio de esa época en Occidente es la relación de Cuba con Estados Unidos. Los que terminamos pagando el peor precio somos nosotros.
–¿En qué tradición del periodismo narrativo se circunscribe? ¿Con la tradición de El Caimán Barbudo?
–Nuestra educación sentimental está mucho más ligada a cronistas latinoamericanos que a los cronistas cubanos. Si hay alguna tradición en Cuba, uno tiene que empezar en (José) Martí, incluso dentro de la universidad solíamos estudiar periodismo norteamericano, toda la tradición del nuevo periodismo. Esos son los referentes más inmediatos para nosotros que los referentes propiamente cubanos. La idea incluso es que estábamos en un sitio donde uno tenía la sensación que se estaba haciendo algo por primera vez, quizá porque no se había hecho antes, quizá porque llevaba buen tiempo sin hacerse. En la prensa en Cuba siempre se menciona El caimán Barbudo y los años de Juventud Rebelde en la que algunos periodistas y escritores como Leonardo Padura hicieron algo así; pero no han tenido un peso real en la formación nuestra. No hay crónicas más vivas y más pujantes como las de Martí; son mucho más modernas que las crónicas de Padura en El Caimán barbudo.
–¿Qué autores han influido en su escritura?
–No recuerdo a otro autor que me haya marcado tanto y de manera tan determinante como César Vallejo. La literatura argentina tiene un peso importante en Cuba. Hay poetas y escritores argentinos que son importantes para mí, como Macedonio Fernández y Fabián Casas. El último poeta argentino que leí, que me parece extremadamente bueno, justamente me lo sugirió Casas en una entrevista que le hice: Joaquín Giannuzzi. Hay autores “menores” como Pepe Bianco. (Adolfo) Bioy Casares no me gusta nada. Entre los autores contemporáneos más recientes, están los dos libros de Carlos Busqued: Bajo este sol tremendo y Magnetizado, que me parecen dos grandes libros.
–En las crónicas de La tribu se percibe que el narrador tiene por momentos un profundo desencanto, desasosiego y desilusión. En textos como “La boca apretada” se percibe más el desasosiego, tan propio de Pessoa, ¿no?
–Desasosiego es una buena palabra. En ese texto hay desasosiego y desesperación porque esa historia específica me metió en un dilema importante que no había experimentado en ninguna de las historias que ya había escrito. Estaba ante unos personajes que estaban en el límite de lo racional, estaban entrando en un terreno cuasi animal de acuerdo a cómo vivían y a cómo se relacionaban. El dilema era quién era yo en relación a ellos y cómo los iba a tratar: si los trataba con condescendencia, si los trataba con compasión o con lástima, les estaba rebajando la categoría de personas que son. La lástima y la compasión son sentimientos súper reaccionarios porque rebajan la dignidad. Pero por otra parte, si lo asumes con normalidad, estás naturalizando algo no tendrías que naturalizar, que unas personas vivan en esas condiciones. Era un conflicto que nunca supe resolver desde el punto de vista emocional y ético también.