“Somos una compañía única”, asegura con orgullo Martín Barreiro, quien dirige un grupo de teatro dentro de un convento hace más de dos décadas. Con su espectacular jardín, construido a comienzos del 1600, el Convento San Ramón Nonato es un paraíso entre los grises edificios del Microcentro. En la planta baja funcionan restaurantes y otros locales; en el tercer piso los frailes estudian. Y en el segundo se halla la sala de esta compañía independiente que, para mantener la armonía con los religiosos, optó por dedicarse a los clásicos. Después de haber estrenado Crimen y castigo, el director –un apasionado de Dostoievski– adaptó Los hermanos Karamazov, con buenos resultados.

Hace 23 años, un integrante del elenco contó que conocía a uno de los frailes. Entonces, los artistas desembarcaron en el particular espacio de la calle Reconquista, declarado monumento histórico nacional. “Pertenece a la orden de los mercedarios, que se fundaron hace 800 años para rescatar cautivos. Los convencimos con la idea de que ésta era una manera de rescatar la consciencia y la cultura”, dice Barreiro, que también es actor. “Están bajo el ala de la iglesia, pero tienen sus propios recursos. En Córdoba tienen un convento muy grande, donde producen mermelada y yerba. Y alquilan los locales de la planta baja del edificio”, detalla. Dice que jamás lo censuraron pero que quizá lo hizo él mismo cuando decidió especializarse en clásicos (de Shakespeare y Moliere, por ejemplo), algo que se volvió un sello del grupo, reconocido en Francia, España, Brasil y Chile.

“Tenemos un comodato, no me cobran absolutamente nada, venimos cuando queremos. El lugar es un poco nuestro. Tengo cosas que cumplir, como tener la sala activa durante casi todo el año. Paramos sólo en enero. Es una compañía estable. Hay gente que está conmigo hace 23 años y otra que entró el año pasado; somos como 22. Algunos van y vuelven. Algunos se dedican a esto ex profeso y otros viven de otras cosas y equilibran”, describe el director, que trabaja con actores de entre 20 y 60 años, en el caso de las puestas de Dostoievski respetando las edades de los personajes en los textos originales. “Laburamos de manera profesional y artesanal”, define. 

El fuerte de Teatro El Convento son los clásicos que “abordan la condición humana”. El espectáculo Los hermanos Karamazov es fiel al texto original, e incorpora como novedad elementos del teatro físico, generando dos planos de lectura. Uno es el narrativo, el otro escenifica el subconsciente de los personajes. La adaptación se concentra en Fiódor Karamazov, el padre, “codicioso, ruin y libertino”, y sus hijos: “Dimitri, sensual y cruel, pero también capaz de rasgos de bondad y sacrificio; Iván, un intelectual que niega la existencia de Dios y el amor al prójimo; Aliosha, un cristiano místico que opone al nihilismo el amor y la piedad y, finalmente, Smerdiakov, el perverso hijo natural, carente de todo sentido moral”. 

“Los frailes están muy contentos. La gente, que quizás es más papista que el Papa, a veces se enoja con las puestas. Es un lugar que puede congregar reaccionarios. Al final de las funciones, siempre agradecemos a la orden pero decimos que no somos religiosos”, cuenta Barreiro, que se formó con la cineasta y coreógrafa checa Irena Dodal. En Los hermanos Karamazov (escrita entre 1879 y 1880) actúan Fernando Blanes, Ignacio Gil, Nina Gianuzzi, Mimi Ferraro, Yanina Rossetti, Laura Perillo, Bruno Chmelik, Oscar Sandoval Martínez, Jeremías Ferro, Jonathan di Costanzo, Fabio Verón, Javier Altamiranda, Pam Morrison y Graciela Rovero. Las funciones son los viernes a las 21 en Reconquista 269, en tanto que Crimen y Castigo se presenta a la misma hora los sábados.

–¿Por qué Dostoievski?

–Porque lo amo. Lo conocí desde muy chico. Lo releo todo el tiempo. Descubrió algo que se iba a descubrir mucho después: el subconsciente, la mente, los recovecos... tuvo una vida muy dura y muchas cosas las transportó a su obra. Lo que más me fascina es la compasión que tiene por los chicos: nos hace pensar qué va a ser de esta humanidad si no pensamos en ellos. Uno no puede ser feliz pensando que un chico está muerto de hambre en alguna parte del mundo o que está siendo torturado. Te pone la luz roja, frenás un poco esta vida que nos obligan a llevar, de vorágine y ambiciones huecas. Por eso lo releo todo el tiempo. Sin caer en ninguna clase de misticismo, me gusta llevar las obras a tierra, que el público las vea desde otro lugar, un poco más cinematográfico. 

–¿Cómo es adaptar una novela?

–En Crimen y castigo el camino es claro, porque el protagonista es Raskolnikov y todos los demás lo siguen. En Karamazov son cuatro hermanos más el padre. Tuve que sacrificar montones de escenas e historias paralelas. Me quedé con la historia de la familia y la visión que tenía de la obra: este mundo paralelo, donde subyacen ideas que nos llevan a un lugar de oscuridad. El se preguntaba cómo una mente tan perversa y salvaje como la del hombre pudo crear una idea tan luminosa como la de Dios, siendo él un cuestionador profundo de Dios. En todas sus obras aparece. Es el drama de todos los ateos. El hablaba de este mundo paralelo, que todo el tiempo está acechando al hombre con ideas que quizá no son positivas ni para la época ni para las circunstancias de los personajes. Quería trabajar ese costado desde la puesta. Armé un relator que va contando pequeños fragmentos de todas las cosas que yo iba desechando. No es fácil adaptar una novela tan vasta y genial. No sé si lo logré o no, sí para mi puesta: lo que quería mostrar está. Todo no se puede... duraría seis horas. Mi decisión es no transgredir desde lo textual. Quiero que esté la voz del autor; no usé una palabra mía. Son todos textos de traducciones, trabajamos con gente que sabe ruso. Sí transgredo desde la puesta. En Karamazov uno de los mundos es muy físico. Dentro de la compañía tengo una coreógrafa (Rovero) que me ayuda mucho.

–¿Cuál es la vigencia que encuentra en este material?

–La niñez está descuidada, y los Karamazov son producto de una niñez totalmente descuidada. La carencia de amor impacta de una manera desgarradora en el alma de una persona, y sobre todo de un chico. Estas historias siguen pasando todo el tiempo. No las vemos porque estamos vendados en una ciudad tan frenética como es Buenos Aires. Si uno hace pasitos más adentro lo ve de manera real, descarnada, profunda. Estos persoajes tuvieron la suerte de ser salvados, Smerdiakov no. Mas allá del talento que pueda tener o no –lo tiene para la cocina–, termina siendo un asesino. Uno a veces va en el tren y ve a esos chicos cómo están... y piensa: podría haber sido pintor o médico, ¿en qué va a terminar? Ese es el quid de la obra. Y es lo que me gustaría que quede en el público.