Hay un momento preciso que Claudia Suárez Eguez prefiere no recordar porque la llena de angustia. Es aquel en que la noche jujeña se convirtió en una cárcel, cuando unas cuatro horas después de cruzar la frontera entre Bolivia y Argentina con un kilo de cocaína escondido en paquetitos en dos valijas, un control de Gendarmería detuvo al remís en el que viajaba. Los perros entrenados comenzaron a rasguñar el equipaje, y su ilusión se hizo impotencia pura. Fue el 24 de octubre del año pasado. Ella intentó darles una explicación a los agentes que la revisaron ¿Quién le creería que lo único que quería y le importaba en el mundo era conseguir dinero para pagar la quimioterapia de su hijo de 13 años? Nadie. O casi nadie. “Una por sus hijos hace todo. Yo lo hice porque necesitaba el dinero, y me ofrecían 700 dólares ¿Usted sabe lo que es la desesperación?”, pregunta del otro lado del teléfono, desde la ciudad boliviana de Montero, en el departamento de Santa Cruz, con sonidos de caos hogareño de fondo. Claudia, de 33 años, recién logró un permiso por treinta días para viajar a su país cuando llevaba ya casi un año presa y la vida de su hijo Fernando pendía de un hilo, según anunciaban los informes médicos. Todo fue como si la hubiera esperado: pudieron abrazarse y el chico falleció a los seis días. La semana pasada el juez federal de Salta, Ernesto Hansen, le concedió la excarcelación. Seguirá en juicio, pero estará en su casa, con sus otras tres hijas, entre ellas una beba que nació mientras estaba detenida en el penal de Güemes, en Salta.
“Mi única preocupación cuando me llevaron presa era hablar con mi familia para que mi hijo no abandonara el tratamiento. Quería pedirle a mi mamá que lo llevara al médico. Estuve incomunicada un día entero, o más, y cuando ya me dejaron hacer una llamada me di cuenta que no recordaba los números. No sabía si era de lo nerviosa que estaba. Al final pude recordar el de mi cuñada y pedirle que me hicieran ese gran favor”, recuerda, en el diálogo con PáginaI12. Claudia se había enterado apenas unas semanas antes de partir desde Montero en micro, que Fernando tenía cáncer. Era un tumor en su pierna derecha, que crecía sin pausa y requería quimioterapia urgente, según le explicaron los médicos. En su país no hay tratamientos gratuitos. “Yo trabajaba como empleada doméstica y como ayudante de cocina; también hacía cotillón en canastas para cumpleaños y centros de mesa. Cuando mi hijo enfermó y tenía que llevarlo todo el tiempo al hospital, ya no podía hacer nada. Sólo preparaba picante los viernes y con eso pagaba los medicamentos, pero no me alcanzaba. Tuve que tomar esa decisión. Un kilo nomás llevaba (de cocaína) pero salieron mal las cosas, y ya no pude estar con mis hijos. Yo sabía lo que iba a hacer, aunque no conocía a nadie que lo hubiera hecho, pero así iba a poder seguir pagando los gastos de mi hijo y la comida, era lo que me importaba”, explica, acongojada.
Cuando empieza a hablar del instante en que la descubren agentes del Escuadrón 60 “San Pedro” de Gendarmería en la ruta 34, se frena. Está a punto de quebrarse, pero sus hijas revolotean cerca suyo. “Fue algo muy doloroso para mí. Sólo se me venía a la mente la carita de mi hijito cuando lo dejé en la casa, por eso no quiero recordar”, se disculpa. Aquella noche intentó explicarles a los gendarmes lo que le pasaba. Pero a ellos les daba lo mismo. Todo el tiempo se cruzan con historias trágicas de personas que traen una mochila de vida vulnerable, mucho más pesada que la droga que a veces cargan, y que a menudo ni ven. Pero en esas vidas es por donde se corta el hilo, y no hay contemplación que valga para el sistema penal, que prefiere juntar peces pequeños para mostrar un resultado.
Y si no, basta con leer la resolución de la Cámara Federal de Salta de hace menos de un mes (tiene fecha 10 de octubre) que decía, para confirmar el procesamiento y detención de Claudia por el delito de transporte de estupefacientes (con penas de 4 a 15 años de prisión), que “el mal que supuestamente quería evitar” cometiendo un delito “sólo se apoya en sus propios dichos y en los certificados médicos que en copia simple aportó la defensa, los que por sí solos no constituyen elementos probatorios suficientes”. Para el tribunal, no estaba demostrado que la mujer “no tuviera otra opción que incurrir en un delito para salvar otro bien jurídico prevalente”, la vida de su hijo. Como broche los jueces señalaron: “no resulta creíble que una persona que supuestamente se encuentra coaccionada por la situación económica y la necesidad de afrontar los gastos de la enfermedad de un hijo y que la llevaron a incurrir en un delito, tenga sus condiciones mentales y espirituales para establecer y coordinar un viaje de esas características”. Agregaban que pudieron constatar que Fernando estaba al cuidado de su abuela y que tres hermanos de Claudia tenían trabajo como ladrilleros y mototaxistas, lo que les parecía suficiente.
Cuando los jueces Guillermo Elías, Mariana Catalano y Alejandro Castellanos firmaban ese fallo, a Fernando le quedaban ya pocos días de vida. Antes se habían tomado seis meses para resolver. En los tribunales de Salta y Jujuy el caso, que adquiría ribetes de escándalo, se empezó a propagar. El periodista Fernando Soriano hizo pública la situación de Claudia en el portal Infobae. La propia Claudia había presentado un reclamo escrito a mano por ella misma ante la Cámara, donde no se sintió representada. Y llegaban informes médicos con un pronóstico dramático. Recién entonces, el juez de primera instancia la autorizó a viajar por 30 días a ver a su hijo. Poco tiempo antes ella había constatado por las noticias que recibía de su familia que el temor a que su hijo discontinuara el tratamiento había sido fundado. “Eso fue lo que pasó, durante tres meses no hizo la quimioterapia, y por eso la enfermedad avanzó tanto y llegaron a amputarle una pierna. ¿Qué podía hacer yo encerrada? Sólo quería hablar con él y era muy difícil –explica–. Cuando lo lograba, él me decía que estaba bien, no me hablaba de sus dolores. Me daba ánimo él a mí, no quería que yo estuviera mal. Tampoco me decía nada mi familia. Ni nadie podía visitarme porque no tenían recursos”.
Mujeres, mulas
En el penal de Güemes (que es el complejo penitenciario Federal III), Claudia conoció a muchas mujeres detenidas por el mismo delito que ella. Las famosas “mulas”, como se las llama; algunas incluso portadoras de la droga en forma de cápsulas (ingeridas) dentro de su propio cuerpo. La violación a la ley 23.737 de estupefacientes es la principal causa de encarcelamiento de mujeres en todo el país. El 60 por ciento de toda la población femenina en cárceles federales está implicado en delitos de drogas, según datos de fines de 2016 de la Procuración Penitenciaria, y alrededor del 70 por ciento son mujeres procesadas sin sentencia. “El alojamiento de este grupo en particular estaba concentrado, principalmente, entre el Complejo Penitenciario Federal IV (Ezeiza) y Complejo Penitenciario Federal III (Salta)”. Se repite a lo largo de los años que esos dos establecimientos concentran algo más del 80 por ciento de las mujeres presas por drogas. La proporción suele ser: mitad argentinas y mitad extranjeras, pero en total 97 por ciento latinoamericanas. Aunque el número global muestra que sólo el 6 por ciento de los presos en Argentina son extranjeros, el Gobierno de Mauricio Macri ha hecho de su estigmatización una bandera política que –a lo Bolsonaro en Brasil– le resulta taquillera como excusa para endurecer las normas y alentar expulsiones, sin importar si los procedimientos están dentro de la legalidad (de hecho, el DNU para acelerar deportaciones fue declarado inconstitucional y hoy está en la Corte).
“Donde estuve presa en Salta, algunas mujeres decían que era la segunda vez que las detenían por lo mismo. Varias eran bolivianas. Como para mí era la primera vez, yo estaba muy asustada. Hablábamos entre nosotras, pero no hice amistad con ellas. Tampoco imaginé que iba a ser tanto el tiempo que pasaría en la cárcel, aunque el defensor me lo advirtió. Yo le pedía a él que por favor me ayude. Pero también le pedía a Dios que me hiciera el milagro de poder ver a mi hijo. Soy creyente y eso me ayudó”, cuenta Claudia. Su caso será bisagra posiblemente. Para ella fue un año eterno de encierro, pero su defensor oficial, Andrés Reynoso, señala que el promedio de tiempo de encarcelamiento en situaciones similares es de dos años, y no hay contemplación de circunstancias o contexto que valgan.
“El modelo de políticas de drogas vigente en la región afecta y vulnera los derechos humanos de la población en general, y de las mujeres y el colectivo LGBT en particular (….) desde hace varios años existe un crecimiento exponencial de mujeres detenidas por este tipo de delitos”, advierte un informe de la Procuración Penitenciaria. Según este reporte las mujeres presas en América Latina son en su mayoría “jóvenes, sin antecedentes penales, madres solteras, jefas de hogar con baja escolaridad, responsables del cuidado de sus hijios/as y de otras personas integrantes de la familia”. No hay un único modelo que explique su participación en el tráfico nacional o internacional: “algunas se involucran por necesidad económica, otras como parte de un estilo de vida o, en algunos casos, bajo engaño”.
“Quiero seguir adelante”
Durante su cautiverio, Claudia imploraba que le creyeran. También pedía ir al médico, porque estaba embarazada, y de hecho dio a luz estando presa a Sheila Jazmín, que ahora tiene cinco meses. Con la beba se subió a un micro de larga distancia en cuanto el juez Hansen -el mismo que la había procesado con prisión preventiva– la autorizó a viajar por un mes para estar con Fernando, en los que posiblemente fueran sus últimos días. Claudia está separada, y vivía con su papá, Joaquín, antes de caer presa, tiene otras dos hijas, Brenda, de 12 años, y Mia de 5. Todos las esperaban, con una mezcla de angustia y alegría. Parecida a la que ella misma cuenta que sintió al ver a “Fernandito”: “Estaba feliz y también triste. Me dolía verlo en el estado que estaba. Y a la vez me daba felicidad estar aunque fueran los últimos días. El me esperó. Sólo Dios sabe por qué pasan estas cosas”, suspira. Claudia está aliviada, ahora, con la noticia de su excarcelación, siente que “se hizo justicia”. “Pero ya no quiero recordar, quiero seguir adelante, trabajar y estar con mis hijas”, enfatiza.
Su defensor, Reynoso, pidió ahora su sobreseimiento. En un escrito de 14 páginas resaltó que “las mujeres que incursionan en el delito de contrabando de estupefacientes suelen ser víctimas de profundas condiciones de pobreza y vulnerabilidad y han señalado que se dan motivos económicos concretos como la necesidad de pago de tratamientos médicos para un miembro de la familia. También la Comisión Interamericana de Derechos Humanos realizó este vínculo entre pobreza, género y delitos de droga: “la pobreza, la falta de oportunidades, las barreras al acceso a la educación ponen a mujeres y niñas en situaciones vulnerables y hacen de ellas objetivos fáciles de la delincuencia organizada. De hecho, las mujeres con bajos niveles socioeconómicos y educativos figuran entre las personas de mayor riesgo de ser utilizadas para participar en operaciones delictivas como victimarias o como traficantes”. Reynoso señaló, además, que después del fallecimiento de Fernando, el Estado boliviano reconoció la falta de oportunidades que tuvo Claudia, lo que la ponía en una especie de callejón sin salida cuando la vida de su hijo corría peligro palpable. Además sostuvo que una suerte de “estereotipo de criminalización” cayó sobre ella, igual que sucede con otras mujeres, por su “género, clase y localización geográfica”. “No valorar cómo la historia personal signada –subrayó el defensor– por un contexto de desigualdad estructural, ha determinado la elección de la Sra. Suárez Eguez, implica una práctica discriminatoria, bajo el velo de una supuesta neutralidad”. La Procuración penitenciaria planteó –y ahora habrá que esperar respuesta judicial– que las crueles circunstancias vividas por Claudia, con su detención y la muerte de su hijo, deberían ser consideradas “una pena natural”.