El problema empezó a ser insufrible cuando se dio cuenta de que no recordaba los versos. Meneaba la cabeza. ¿En algún punto eso era correcto? ¿Tenía acaso un buen fundamento? ¿Por qué no podía recordar su poema favorito de toda la vida que le recitaba orgulloso a su abuela? Lo pensaba pero se equivocaba y le aparecía en la mente el número del cajero y el de la seguridad social. Venía hacía rato siguiendo la guía de los números. Un código alfanumérico lo había llevado hasta ahí a sus 30 años de edad. Andaba siempre desde hacía un año con una libreta encima, llena de claves que le había pedido formular el sistema. Ya en el camino el código pilar había sido mutado y anotó en la libreta, llevado por un impulso, “abracadabra”. Allí, en esa tarde gris en Rosario, anotó un tango que parecía venido de la India y le pareció tan malo que terminó en la basura, salió a despejarse porque estaba desarticulado, reformateado, desencajado de sí mismo, no se encontraba, ya no tenía los pies atados a la rutina y a la normalidad. En el paseo se encontró con un malabarista de mucho talento disfrazado de payaso, haciendo trucos de destreza en el semáforo estando éste en rojo. Le fue a hablar, sintió que él podía ayudarlo y realmente Carlos estaba desesperado, se quedó callado mirándolo cuando fue hacia él. El malabarista sonrió y le contó lo que era para él un payaso en la ciudad: “Me siento un Dios en un circo, y con los malabares me recibí de apóstol. Como payaso hago reír a la gente, desde que tengo 7 años recuerdo, y si fallo lo vuelvo a intentar porque no soy de contar chistes, ahí sí estaría jodido; los chistes, si no causan gracia, no se repiten”.

Carlos había olvidado que en su infancia soñaba con ser trapecista y se lo contó, agregando que hubiera tenido más suerte que un payaso ya que si caía a la red podía volverse a subir. “Veo que fuiste trapecista toda tu vida”, le dijo el muchacho artista de la calle “pero ya no hay red debajo”. Y volvió al ruedo cuando se encendió el color rojo. El neurólogo llegó a horario por suerte tres días después. Eran las 10:30. Comenzó de inmediato con las pruebas. Carlos estaba seguro de que su en su mente como mínimo había un tumor, pero no. Al final, la respuesta fue que estaba todo bien. “Todo funcionando normalmente”, y ahí ya no supo qué hacer. El número había mutado, recordó y siguió el nuevo recorrido. Al final de éste se veían las manchas de los disparos que había recibido, pero decidió que ese no era el lugar donde debía morir. Y no devolvió la crueldad recibida, no iba a descender. Su cabeza ya no estaba baja, ni tenía el paso inseguro de un anciano, pero mucho menos la boca sellada, cumpliéndose la promesa que se había hecho a sí mismo de volver a mirar fijo a los ojos a su fortaleza, ahí, como siempre inigualable. Se abrazaron y no se despegaron nunca más. La libreta se había caído y ni se dio cuenta; la soga se volvió visible y otra más, y otra más, las desató a todas. Sonaba a lo lejos una marcha violenta y un redoblante militar. Vio venir lo peor y lo que le quedaba era volver a darle sentido al mundo, pero logrando hacer coincidir su mundo interior con el mundo exterior. Eso pensaba y sentía mientras entre la soledad, la neblina y la noche, observaba el río. "No se detiene" pensó maravillado y una flota de mágicos barcos con formas de nave comenzó a atravesarlo. Al poco rato, decenas de mujeres enfurecidas saltaban como panteras todo alrededor. Su griterío era semejante al de una manada mezcla de hienas y leonas. Carlos reconoció a su madre y a su hermana entre ellas. Casi se asusta hasta los huesos, pero se conectó con su mundo interior y se lanzó al agua alegre y exaltado con los zapatos de charol abandonados en la arena. El miedo abandonó su corazón porque no había nada que temer por primera vez. Nada se detenía y todo cambiaba de modo natural, incluso él con sus raíces al aire... lo esquivaban piratas yendo hacia la costa de la playa, escapando de los barcos, y sus corazones se desprendían de sus cuerpos sin ninguno de ellos percatarse. Ahí quedaron decenas de corazones ennegrecidos por culpas, vagarían por el río y a las horas por los mares. Algunos piratas por su parte sí se percataban de cómo los brazos de Carlos se convertían en aletas y horrorizados, para suerte de Carlos, se alejaron mucho más rápido. Nadando recordó el poema “Somos el tiempo. Somos la famosa

parábola de Heráclito el Oscuro.

Somos el agua, no el diamante duro,

la que se pierde, no la que reposa.

 

Somos el río y somos aquel griego

que se mira en el río. Su reflejo

cambia en el agua del cambiante espejo,

en el cristal que cambia como el fuego.

 

Somos el vano río prefijado,

rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.

Todo nos dijo adiós, todo se aleja.

 

La memoria no acuña su moneda.

Y sin embargo hay algo que se queda

y sin embargo hay algo que se queja”

 

Y se largó a llorar, libre ya, encaminado a miles de caminos infinitos y distintos para elegir a su antojo, para arriesgarse y afrontar el miedo y “que esta adrenalina de trapecista sin red nunca acabe”, pidió, andá a saber a quién o qué. Ya no lo conozco más, es otro Carlos. Mi personaje cambió, seguila vos.