Por aquello de que la libertad es lo que uno hace con lo que le hicieron, empiezo por acá. El año pasado, salvo en este espacio quincenal, no tuve trabajo periodístico. Volví a mi taller de texto breve, que hago desde 2002. Tampoco fue casual que comenzara entonces, cuando todas las seguridades de la clase media habían estallado, después de tres gobiernos, dos peronistas y uno radical, que habían vulnerado todas las seguridades populares. Acaban de estallar, esta semana y de un modo parecido, las seguridades de los ahorristas de Brasil. La inmersión en el mundo de la escritura fue una reacción en aquel naufragio: un acercamiento a algo sano, en un momento en el que la realidad estaba muy enferma.
Volvemos a vivir un período en el que muchos asistimos impotentes a lo que estaba escrito en la historia, cantado en los recuerdos recientes, exhibido descarnadamente en los últimos años en Europa; asistimos a todo lo que nos oponíamos, y nos oponíamos porque lo que estaba cantado era que primero iban a ir contra los trabajadores estatales, después contra los informales, después contra los formales, después contra los científicos, después contra los profesionales, después contra la educación, después contra la salud pública y así en todo en el recorrido lógico de la concentración de la riqueza. El vértigo de este gobierno es que va contra todos juntos. Esto no es un proceso, es un shock. La clase media argentina que aprendió a pronunciar “crispación” inspirada en decenas de formadores de opinión de medios concentrados, esa clase media que en su parte de más abajo sumaba y se hacía fuerte por políticas que ella misma despreciaba, hoy tambalea completa, porque lo que eligió está diseñado para otra clase.
En 2016, pasé el año tremendo que pasamos todos menos quinientos, pero lo viví como una experiencia extraña. Por un lado la actualidad fue y es abrasante, quema, duele, lacera, y vivo en ella, pero al mismo tiempo y obligada por el cierre de las puertas de los medios que sobrevino para mí y para muchos otros, recuperé la gracia de la narrativa, la profundidad de los análisis, el intento sostenido en todos los registros de escritura por lograr tres objetivos: claridad, belleza y precisión.
En el balance de fin de año, puse los dolores, los duelos y la impotencia que ya sabemos, pero también la recuperación para mi vida cotidiana de Murakami, de Scorza, de Barthes, de Fitzgerald, de O’Connor, de Hemingway, de Kundera, de Lispector. “Un escritor escribe para darnos noticias sobre su mundo”, dijo Carver, y cada texto leído, analizado o discutido fue precisamente el ingreso a mundos ricos y nutricios, en el que las palabras, que muchas veces narraban ficciones, siempre ocupaban ese lugar esquivo y anhelado, que es de una verdad que quiere ser dicha. Todas las ficciones están hechas de realidad, pero lo que intenta el cuento, que es la ficción en su estructura mínima, es mirar al sesgo, que es como decía Shakespeare que se miraba mejor, captar un rasgo de la realidad que nos es escamoteado, no dicho, mantenido opaco. La narrativa no da cuenta de otra realidad, sino de la que compartimos, pero que generalmente es cubierta con un fondant que nos impide comprenderla.
Ahora que estoy escribiendo los cuentos cortos que incluirá un nuevo libro, vuelvo a sentir que a veces las crisis son realmente oportunidades, y no es una frase hecha. Es una verdad que precisamente hay que rescatar del lodo de la frase hecha. Uno de los grandes combates que se libran cuando uno se hunde en el mundo de la escritura, es que debe saber, cuando trabaja, que siempre la frase hecha está al acecho, y a veces sin que la podamos detectar, porque las frases hechas no sólo circulan en el imaginario colectivo como decía Orwell, como “piezas prefabricadas de un gallinero”, sino que además brotan de los cerebros de la gente, incluso de la que escribe, como si fueran pensamientos propios. La frase hecha es, cabe recordarlo, “una zona muerta del pensamiento”.
Todos estos conceptos e ideas siempre fueron útiles, interesantes y necesarios, pero es increíble el valor hasta terapéutico de estas búsquedas y sus respectivos hallazgos, cuando el presidente de la Argentina es Macri. No puede haber nada más opuesto a todo lo que detallo en los primeros párrafos de esta nota que el gobierno de Macri, nada más opuesto que él mismo, nada más opuesto que la legión de periodistas que lo encubren, o que los títulos de los grandes diarios, o que los argumentos de los panelistas de los programas que hace meses que no miro. En todo eso, que es el habla pública, crujen los fórceps para que las palabras no sirvan para nada, y para que la comunicación sea imposible.
Nunca estuvo más claro que dicen todo lo que dicen para tapar lo que necesitan que no se vea y que no se sepa. Y nunca hemos conocido como sociedad un momento como éste, en el que la palabra pública no tiene el menor peso, porque ha perdido su misión de transmitir una información o una opinión, y adopta el rol del pretexto, del biombo, de la anteojera, sin llegar jamás al texto. Este gobierno no tiene texto. Es atextual. Ese rasgo, que fue claro desde un principio, se va retroalimentando día a día, engordado por la impunidad de hablantes y transmisores periodísticos.
Y así, receptores de un show disparatado de mentiras a repetición (“María Eugenia Vidal veranea en México porque aquí la quieren tanto que no la dejarían descansar”), la vida en este país se hace insalubre. Somos tratados como incapaces, subestimados oprobiosamente por quienes tienen el poder de la palabra concentrada en cada ámbito. No quieren convencernos de nada, porque no pueden convencernos de que lo que hacen nos conviene. Es así, tan sencillo: nada de lo que hace el gobierno macrista nos conviene como pueblo, nada. En todo el mundo, el capitalismo pasa por una fase terminal, porque es el capitalismo que se acomodó a sí mismo como regente del mundo desde l989, y ahora reacciona con la urgencia del goloso que sabe que la torta no es toda para él. Reacciona concentrándose, que es como decir llenándose la boca de torta, atorándose de torta con tal de no compartirla. El mundo ya no es unilateral: la reacción es básicamente contra la multipolaridad. Después de todo, ¿cómo explicar las torpezas y los fracasos sucesivos de todos los gobiernos impuestos por los medios? Quieren tierra arrasada para que los buitres lleguen primero que los chinos.
Esta época coincide con el período de menor pluralismo conocido desde la dictadura. Los medios chicos o comunitarios son ahogados. La censura se lleva a cabo con ese bisturí: no hace falta prohibir hablar, lo que hace falta es eliminar los soportes capaces de darles espacio a determinadas voces. El resultado es agobiante. Para los espectadores y lectores, el agobio no es simplemente no tener a disposición distintos puntos de vista, sino sobre todo no poder elegir en qué relato del mundo se inscriben sus intuiciones, y sobre qué quiere ser informado. Hace muy poco era importante para todos y ahora resulta que nadie se acuerda del derecho a la información. Si algo no nos falta, son los hipócritas.
Las excusas, las negligencias, las malas praxis, el doblez, la soberbia, el desprecio, todo eso late bajo el habla pública argentina. Estas criaturas humanas de nuevo tipo que concentran el poder, no se rigen por los contratos de comunicación generales que regían hasta hace un año la vida institucional, y lo siguen haciendo en los países serios. Macri dice que “estamos generando trabajo”. Y mucha gente le cree, pero es mucha más la que con el clima alterado de cada hogar, con lo vulnerados que fuimos y lo maltratados que somos, siente como un colmo insoportable que la hagan sufrir y encima le tomen el pelo, que la gocen.
La inmersión en los deleites de la narrativa pone todavía más en relieve la degeneración de un lenguaje público que alcanza en estos días un punto culminante de su decadencia.