A media hora del adiós, la Harley-Davidson de Rob Halford rugía con furia desde las cajas de sonido. Apareció el cantante de Judas Priest, para hacer su tradicional re-entrada montado en una moto. En la tribuna, un padre se abrazó con su hijo. Un clásico para cada show del histórico grupo inglés, en la antesala de “Hell Bent for Leather”, canción que cumplió cuarenta años junto al disco Killing Machine, clave para entender elementos visuales del mundo del heavy metal. Anoche, en el microestadio de Tecnópolis, Judas Priest fue durante una hora y media un motor imparable. Con la perseverancia de una base sólida, cortesía de Ian Hill y Scott Travis, más el filo de las guitarras gemelas, ya sin K.K. Downing ni Glenn Tipton, pero con Richie Faulkner y Andy Sneap ocupando sus espacios con solvencia. Y Rob Halford que, a los 67 años, se vuelve a erigir como uno de los mejores cantantes de la historia del metal pesado, pero también del presente.
El festival Solid Rock, que el año pasado había juntado a Deep Purple con Cheap Trick en el mismo espacio, se propuso nuevamente aglutinar a grupos de trayectoria para asegurar concurrencia, que según la organización, acabó siendo de 10 mil personas. Tanto Alice in Chains como Judas Priest editaron en 2018 discos por encima de la expectativa, hasta ubicarse entre los lanzamientos más importantes del año. Por lo tanto, la apuesta a la popularidad y el presente de dos grupos que escribieron su historia en el rock pesado, desde subgéneros distintos, quedaba hecha. ¿Era posible que estuvieran a la altura de la leyenda? Al término de créditos locales como Humo del Cairo y Helker, se abrió espacio para los estadounidenses Black Star Riders –aquellos que empezaron como desprendimiento de Thin Lizzy–, y luego para Alice in Chains, en su segunda visita al país, luego de aquel memorable Luna Park en 2013.
El show de los de Seattle procuró contener los distintos momentos de su carrera, desde sus inicios –“We Die Young”, “Man in the Box”, más “It Ain’t Like That” en la zona de bises– hasta el flamante Rainier Fog, de donde extrajeron “Never Fade”, “The One You Know”, y la canción que da título al disco. Desde el material originalmente grabado por Layne Staley –cuando adquirieron estatura de mito–, hasta las canciones de los tres discos grabados tras la reunión, con William DuVall en voces y guitarra. DuVall aporta una voz menos rasposa y más clara que la de Staley, pero interpreta viejos clásicos como “Them Bones”, “Damn that River” o “Angry Chair” con suficiencia y veracidad. Jerry Cantrell, uno de los guitarristas más importantes de los años ‘90, se afianza desde la sobriedad y la claridad de sus notas. Y la base de Mike Inez y Sean Kinney cumple siempre. El set resultó algo más íntimo y menos electrizante que el de su debut porteño, pero la calidad de los músicos y la composición redondearon una buena pasada. La puesta de luces sobre el escenario permitió aislar al grupo del contexto y que no pareciera que se trataba sólo de la previa de la banda principal. La despedida, “Would?” y “Rooster” mediante, sembró un ambiente de satisfacción sin euforia.
A diferencia de Alice in Chains, Judas Priest ya había pisado la Argentina en varias oportunidades. Desde el rearmado de la banda con el reingreso de Rob Halford para la edición de Angel of Retribution, que fue presentado en el estadio de Ferro, en 2005, hasta la última vez, cuando compartió escenario con Ozzy Osbourne y Motörhead, en la edición de 2015 del Monsters of Rock, y resultó el mejor número de la noche. En el Solid Rock, los ingleses dieron, una vez más, la nota más alta del festival. Un show parejo, intenso, rabioso, siempre al tope de potencia, cuya única símil balada llegó al momento de “Night Comes Down”, acaso una visita necesaria a Defenders of the Faith (uno de los discos producidos por Tom Allom en los ‘80, quien volvió a trabajar con el grupo para Firepower). El resto fue todo constancia y nervio, que funcionó como un dínamo desde la apertura con el tema que da nombre al nuevo disco hasta que se apagó el último acorde.
El lanzamiento de Firepower no fue para Judas Priest sólo un nuevo disco en su carrera: es una joya parida por un grupo que podría estar jubilándose. Hoy el quinteto es mucho más que una simple representación de lo que supo ser; es el legado vivo de la antigua renovación del metal británico. Defecciones y enfermedades mediante, su formación mutó hasta llegar a la actual, ya sin sus dos guitarristas insignia, pero con Halford absorbiendo la presión sin que se le mueva un solo pelo de la chiva. El propio cantante, en charla con PáginaI12, había resaltado el trabajo del guitarrista Richie Faulkner, que viró de fanático a miembro, y de llano instrumentista a elemento activo en la composición y el vivo. Es lo que se vio en Tecnópolis, con Firepower como el álbum más tocado –“Lightning Strike” y “Rising from ruins”, entre sus puntos altos–, y Faulkner dejó de lado su condición de novato para cargar el liderazgo de las seis cuerdas, con Sneap como buen respaldo. Con esa fórmula, la pared de guitarras rasposas e incisivas quedó perfectamente fundada.
El grupo sacó lustre de su conocido midtempo y, aún resignando clásicos del directo como “Metal Gods” o la épica “Victim of Changes”, la contundencia fue incuestionable. El sonido padeció de cierta falta de graves, que relegaron por completo el típico sonido de doble bombo cabalgado por Travis, pero el mensaje llegó nítido. La voz de Halford trasciende ya lo esperable, con el don natural como única explicación. Lo suyo fueron los agudos que atravesaron como un cuchillo la longitud del estadio, una afinación certera, sin ademanes extra, y el aplomo necesario para sobrellevar todo el set sin terminar con la lengua afuera.
La performance fue rotunda en piezas exigentes como “Sinner” o “The Ripper”, más la detonación estruendosa y aguda del infaltable “Painkiller”, que mostraron al cantante en una admirable forma, capaz de juntar a todo el recinto en la mano con el timbre de su voz. El epílogo, escrito por canciones más rockeadas como “Electric Eye”, “Breaking the Law” y “Living after Midnight” fue la constatación de lo que Judas Priest quiso y logró alcanzar: un show compacto, sin fisuras, a la altura del mito. Mientras repiqueteaban los últimos acordes, la pantalla detrás del escenario anunciaba “Priest va a volver”. A 10 mil personas no les importó el arduo tránsito del regreso. Volvieron a casa sonrientes.