Tradicionalmente, en Estados Unidos las elecciones parlamentarias suelen ser una expresión crítica sobre el presidente, por lo cual el partido de la oposición casi siempre recupera el terreno perdido en las elecciones anteriores. Sin embargo, debido el hecho de que los representantes y los senadores sirvan períodos diferentes (dos años unos, seis los otros), rara vez los cambios son masivos, ya que nunca es todo o nada, como puede serlo en las elecciones presidenciales.
Este año se espera que los demócratas recuperen la cámara baja y los republicanos mantengan el control de la cámara de senadores, más allá de que pierdan votos (foto de candidaturas de la oposición). La verdadera sorpresa sería que los demócratas recuperen el control de la cámara alta.
Estas elecciones dejarán claro cierto hastío de un creciente número de estadounidenses, sobre todo jóvenes, hacia las políticas y la nueva cultura literaria del presidente Trump, algo que ya había comenzado muchos años antes con las movilizaciones del Tea Party.
Entre las políticas y los temas sociales que han comenzado a movilizar sectores anti-Trump está todo lo relacionado a las minorías y a la lógica misma del tejido social. Desde los movimientos de mujeres (feministas o no) hasta el resurgimiento del racismo abierto contra los negros y, especialmente contra los inmigrantes pobres, no europeos, pasando por la tendencia mundial a la violencia religiosa que nos está sumergiendo rápidamente en una nueva Edad Media.
Los frecuentes atentados motivados por el odio tribal, como la más reciente matanza en la sinagoga de Pittsburgh, están basados en las proto teorías de los nacionalistas blancos y neonazis que consideran que los judíos están ayudando a los pobres de Honduras a invadir este país para continuar el “extermino blanco”. La idea popular de un “white genocide” (genocidio blanco) lleva a lunáticos como el asesino Robert Bowers, reunido con otros cientos de miles en su propia burbuja de las redes sociales (en este caso, Gab.com) a realizar su propio extermino.
De esta forma, se produce la aparente (y solo aparente) paradoja de que Trump y su base evangélica es radicalmente pro-Israel al tiempo que es antisemita, antijudía (otra contradicción explosiva que también observamos y advertimos hace dos años). Diferente a los judíos en países como Argentina o Uruguay, en Estados Unidos esta comunidad (dejemos de lado la minúscula y poderosa elite de los lobbies) siempre han apoyado a la izquierda y a las causas de las minorías, incluso contra las políticas de Israel en Palestina.
En este momento, la guerra semántica es lo más importante y donde se define el futuro del mundo. Siempre fue importante (es la idea central de nuestro estudio de 2005 sobre la lucha por los campos semánticos), pero ahora, más que nunca, vuelve a revelarse en todo su drama. Las palabras valen, y mucho. Hace un par de días los militares en Nigeria masacraron manifestantes que se atrevieron a arrojar piedras. Días antes Trump había afirmado que era totalmente legítimo que los militares estadounidenses usen armas de fuego si algunos en la caravana de refugiados hondureños se atrevían a lanzar piedras. Algo que, en la práctica no es ninguna novedad (basta con echar una mirada a lo que pasa diariamente en Gaza), pero que lo diga el presidente de Estados Unidos es una forma de legitimación de la barbarie. De la misma forma, en muchos otros temas, desde los sexuales hasta los raciales.
Desde ese mismo punto de vista narrativo, los republicanos tienen a favor una economía que, en sus números macros (PIB, desempleo, etc.) se encuentra en su mejor momento de los últimos cincuenta años. El pasado viernes se reportó la creación de 250 mil nuevos puestos de trabajo, y los dos cuatrimestres pasados tuvimos crecimientos del PIB de 4,2 y 3,2 por ciento, casi tan altos como dos cuatrimestres de la era Obama en el 2014. Obviamente que, si miramos todas las gráficas económicas, esos valores que se repiten en los discursos (con exageración trumpiana típica “nunca antes en la historia”) ya habían comenzado a mejorar en el primer año de la administración Obama. Cada gráfica sólo muestra la perfecta continuación de tendencias anteriores. Hay que agregar otro factor: el recorte de impuestos aprobado en el año 2017, el cual benefició ampliamente a la minoría más rica de la población y algo, como efecto colateral, a los trabajadores, lo que sólo ha confirmado esas mismas tendencias.
De la misma forma que en el 2016 dijimos, en diversas entrevistas, que los recortes de impuestos a las grandes empresas, que la desregulación de los bancos, que el aumento del gasto militar y que las tentativas de privatizar lo que todavía estaba en manos del Estado iban a darle más oxígeno a los números macroeconómicos durante los primeros años de la administración Trump, también era de esperar que la historia de esos modelos económicos ya empleados por presidentes como Carlos Menem y George Bush podrían indicarnos que luego de la fiesta venía el funeral. La Argentina de Macri ya está en su funeral propio, pero Estados Unidos todavía está de fiesta. Dejemos de lado el detalle que Argentina no puede imprimir dólares ni puede enviar barcos de guerra a intimidar a la competencia comercial, como sí puede hacerlo Estados Unidos. Claro, si leemos los indicadores macroeconómicos y no atendemos a la creciente desesperación de los de abajo (podríamos detenernos en los problemas de educación, salud y desigualdades sociales), la cosa ha mejorado. Nada nuevo bajo el sol. Ni siquiera la desmemoria del pueblo.
Estas elecciones de hoy significarán un leve, tímido giro de Estados Unidos hacia los de abajo. Deberemos analizar si el 2020 será un año de ruptura o, apenas, un capítulo en un proceso mayor. Lo que sí me animaría a predecir desde ya, como ya lo hemos hecho antes de las recientes elecciones de Brasil, es que, en un par de años, Estados Unidos estará a la izquierda de Brasil.
* Escritor uruguayo-estadounidense, autor de La reina de América y Crisis, entre otros libros. Profesor de International Studies en la Jacksonville University.