Nunca tuvo aptitudes para el deporte. A su padre le hubiera encantado que jugara al fútbol, que descollara como algún gran delantero de Independiente, los que -según el viejo- dejaban todo en la cancha y además, eran buena gente. Se sentía gordito para jugar, como que el cuerpo no le respondía o no le era fácil manejarlo. Hizo algunos intentos fallidos en la cancha de la Escuela, pero se sintió tan malo que prefirió no insistir con eso.
Después, a los 15 años más o menos, tuvo otra relación con su cuerpo: creció, adelgazó, su primo lo hizo debutar con una chica sin nombre en el campo de los abuelos. De la madrugada de amor que le regaló esa extraña sólo recuerda el pelo suave de ella contra su cara y la colonia de rosas que se había puesto. Y para esa época tuvo que empezar a trabajar. A poner el cuerpo, el “lomo” como decía su padre.
Si bien no era lo mismo el deporte que levantar baldes con portland, ni revocar paredes hasta agotarse, descubrió tener un cuerpo fuerte y sumiso. Era apto para el amor, para el trabajo y respondía a sus órdenes como si fuera de goma. De noche, cuando llegaba de trabajar, se ejercitaba en el patio con las pesas fabricadas con latas de pintura y cemento. Empezó, de a poco, a aumentar la musculatura de sus brazos y piernas. También su padre era quien insistía en que entrenar el cuerpo lo distanció prudencialmente del alcohol, bebida que había destruido la vida de su abuelo y de otros integrantes de la familia.
Hacia los 30 años notó que la cantidad de ejercicio que hacía era insuficiente para mantener en estado su metro ochenta y sus 75 kilos. Las horas extras, el cuidado de los hijos o la perpetua construcción de su casa, le robaban el tiempo que necesitaba para ser como quería ser. Cada vez necesitaba más ejercicio pero entrenaba menos. No entendía bien si lo que fallaba era el cuerpo o su voluntad, pero la ecuación lo frustraba muchísimo.
Pisando los 40 años algo parecido a un remolino hizo volar todas sus certezas (que eran pocas). Y aunque intentó dominar su realidad como antes, como cuando su cuerpo parecía una figura de goma, ahora nada parecía moldeable, ni dócil.
Con los hijos grandes y el primer nieto en camino, entró a la oscura década de los 50. Temeroso pero casi sin nada que perder. Sin mujer, ni casa propia, ni llamados del capataz (que se compró un taxi y abandonó el rubro de la construcción). Sin dominio alguno del metro ochenta y los muchos kilos de más que fue acumulando, de la época de musculación sólo le quedaba un tatuaje casi ilegible que quería decir “MENTE SANA EN CUERPO SANO”.
Entre los abogados que dejaban sus autos para ir a Tribunales y los que hacían trámites en Tránsito, le dejaban lo necesario para vivir. Sin tirar manteca al techo, como decía su padre, pero podía mantenerse casi como cuando trabajaba de albañil. Al principio no se acostumbraba a estar parado esperando que alguien estacionara o se fuera para ponerse en movimiento, así que ofrecía el lavado del vehículo por un precio razonable. Los autos quedaban brillantes y los clientes satisfechos.
Sólo por curiosidad y aburrimiento un día empezó a correr.
Calculó que tardaría pocos minutos en llegar hasta la esquina del bulevar, así que probó. Trotó primero, aumentó la velocidad después. A pesar del dolor en el bazo y la agitación, volvió riendo. También fue su padre quien le habló alguna vez de la droga de la felicidad: la endorfina. Será la droga, se dijo a sí mismo. Y desde ese día, hizo distintos intentos por volver a dominar ese cuerpo que alguna vez le había hecho sentir cosas buenas. Ese cuerpo transpirado y repleto de endorfina. Corría más y mejor cada día, cada semana, cada año. Dejó de lavar los autos.
Los sábados y domingos vuelve al parque sólo a correr. Va con las zapatillas buenas, las que tienen la cámara de aire y le hacen sentir tan cómodos los pies. La ropa es la misma que usa en la semana y el lugar también es el mismo que cuando cuida los coches: el parque Independencia. Las calles que no sabe cómo se llaman pero parecen bosquecitos en medio de la ciudad. La arboleda que oculta la luna, las rosas más esponjosas del mundo. Él corre el circuito que está marcado en el piso y después elonga frente a “la montañita”. Todo es igual, pero es tan distinto. Sólo el fin de semana siente algo que no puede nombrar, aunque cree haberlo sentido antes, pero no está seguro. Algo como un entusiasmo, como una fe en su cuerpo o en el mundo. Y piensa que alguna vez, quizás, se pueda comprar un par de botines y comprobar si tiene alguna aptitud para ser delantero, uno capaz de dar todo en la cancha y, además, ser buena gente.