El discurso político que circula en una parte del gobierno y entre sus aliados está tocando extremos peligrosos para la integridad y la vida de las personas. La situación tiene un aspecto singular: hay más virulencia y criminalización contra los opositores –reales y supuestos– en las expresiones de voceros y escuderos oficialistas diseminados en el sistema mediático que en los propios funcionarios y dirigentes del macrismo, con contadas excepciones. Como dicen los muchachos del barrio: los que son más papistas que el Papa.
En la lista de los opositores supuestos cayeron cuatro extranjeros detenidos el 24 de octubre, durante una de las ya habituales cacerías que las fuerzas gubernamentales lanzan durante y después de manifestaciones de protesta. Fuerzas que gestionan la represión con provocaciones que ellas mismas cometen con precisión quirúrgica.
Como era previsible, casi veinte días después no había prueba alguna contra ellos y, de hecho, los organismos gubernamentales involucrados retaceaban a la justicia filmaciones que demostrarán que los balazos de goma, las golpizas a víctimas inermes y las detenciones posteriores no tuvieron más causa que la de montar una maniobra política que, una vez más, tuvo a la comunicación como instrumento esencial.
Ni un suspiro aguardó el senador Miguel Pichetto para ponerse al frente del ala más dura y retrógrada del conservadurismo: pocas horas después de las detenciones exclamó que esperaba que los cuatro extranjeros ya estuvieran pasando por las casetas de migraciones, expulsados del país.
Aunque este desprecio por derechos elementales, como la presunción de inocencia y las garantías procesales, no es un invento de este senador –hubo y hay otros legisladores que tienen historial al respecto–, su reiteración no puede ser naturalizada por quienes tengan aspiraciones de una vida en democracia.
Mucho menos cuando, por otros canales de los dispositivos oficialistas, fueron instaladas palabras tales como “sedición” e “insurrección”, a un tris del lenguaje del videlismo, para desacreditar la protesta contra el Presupuesto, partiendo de la reproducción de un discurso compacto, organizado e idéntico al ya visto en ocasiones anteriores: manifestantes violentos, coludidos con legisladores opositores, que “obligan” a las fuerzas represivas a “reaccionar”.
La maniobra avanzó con la difusión de informes que, otra vez, evocan tiempos más siniestros que los actuales: verdaderas listas negras de agrupaciones y dirigentes que, aunque no recibieron imputación formal alguna, fueron marcados por sus definiciones políticas, sus consignas, sus convocatorias, sus diálogos de “chat”, en el formato y fraseo del más mediocre trabajo de inteligencia, aunque con la máscara del “artículo periodístico”.
La cacería humana lanzada por el macrismo el miércoles 24 tuvo una faceta muy perceptible: trabajadores de Télam, del astillero Río Santiago, de La Garganta Poderosa, es decir actores que no se doblegan ante las autoridades que avasallan sus derechos.
Y los extranjeros: a falta de pruebas, uno de ellos fue marcado ideológicamente también en un texto “periodístico”, con sus preferencias políticas (¡castrista! ¡chavista!) y exhibido para amplio conocimiento del público en una foto que se tomó junto a una estatua del Che Guevara.
No faltaron, en espacios también abocados a la persecución ideológica, los nombres de periodistas y medios que, en absoluta minoría, pusieron en discusión la versión oficialista de los hechos del 24 y cometieron la osadía de darle espacio a voces e informes que discutían con el relato gubernamental.
La ilusión sobre empresas y emprendimientos de comunicación como entes equidistantes y ajenos a todo interés sectorial, como si estuvieran tocados por la virtud de trabajar por el bien común, está desacreditada y fehacientemente desmentida a escala universal y también en la Argentina, aunque la discusión al respecto fuera de los ámbitos académicos sea todavía bastante reciente.
La línea editorial, la identificación con tal o cual proyecto político-económico y el rechazo al que se le oponga, la protección a ciertos personajes públicos y el ataque constante a otros, es parte de la tradición del periodismo. Pero no es un derecho absoluto, no se ejerce a golpes de manipulación y mentiras, de la denigración por el color de piel, el origen nacional o el pensamiento político, ni mediante la incriminación de organizaciones y personas, en violación a la presunción de inocencia. Fue el modelo que imperó, sí, a partir de 1976, y con toda impunidad. Pero no es propio de una democracia.
* Escritor y periodista, presidente de Comunicadores de la Argentina (Comuna).