El rol de las plataformas mediáticas en la construcción del imaginario social se ha puesto nuevamente sobre el tapete a propósito del triunfo de J. Bolsonaro y la derrota del PT en Brasil. El surfeo de los discursos de odio sobre la ola de las redes sociales, con su retórica de mano dura, racismo y prejuicio social, abre un debate sobre los alcances de la política en la telaraña de las autopistas y aplicaciones.
Campea una interpretación peligrosa sobre el tema. Muchos creen que su suerte electoral obedece a un “atraso” instrumental frente a estos dispositivos. Parten de la premisa falsa sobre la neutralidad de las plataformas y desconocen su articulación funcional con el sistema de medios tradicionales. Estos últimos dominan el ranking de clics en los portales de acceso a la información. Ninguno es neutral ni inocente. El primero clausuró los significantes democráticos e inclusivos del PT mientras el segundo fabricó a un “enviado” como el brazo justiciero de los descartables que expulsa el sistema.
La investigación Concentración y Diversidad en Internet, del colectivo brasileño Intervozes (2018), revela que la web llega a más de la mitad de los ciudadanos bajo la “influencia creciente de grandes conglomerados, de los viejos monopolios tradicionales a los nuevos monopolios digitales”. Concluye que dos grupos (Google y Facebook) concentran el acceso a contenidos y apps, mientras que la circulación de noticias en la red está dominada por Globo (globo.com) y Folha (UOL). Estos ya controlaban también el mundo analógico con niveles de concentración y convergencia que el gobierno del PT no supo regular.
La misma amenaza se cierne sobre la Argentina. Se debió en su momento distribuir el capital informativo en representaciones sectoriales (empresariales, públicas y no comerciales) diversas. Al reproducir la mirada mercantil de la comunicación, se apostó a los empresarios amigos, a la compra de medios y el despilfarro de recursos públicos en multimedios inviables. El problema no son los instrumentos sino el modelo de comunicación. La herramienta de una regulación –como fue la ley del audiovisual– que pudo equilibrar tamaños y diferentes voces en el debate social, se oxidó sin empoderar a aquellos que venía a redimir, sin cambiar el peso relativo de los sectores y permitiendo una nueva fase de concentración convergente. La cuesta es ahora más empinada.
En ese contexto, la comunicación ya no puede verse como mero instrumento técnico, como un transporte aséptico, una operación de marketing que se resuelve contratando gurúes de publicidad digital o granjas de trolls. Ya no se trata de medios sino –como anticipó J. Martín Barbero en los 90– de mediaciones que son, en esta era, el corpus simbólico que constituye el lugar de configuración del sujeto. Y es también lo que explica el regreso del pensamiento mágico y la credibilidad de los nuevos cucos que agita la derecha por fuera de cualquier racionalidad.
Estas operaciones simbólicas reconfiguran el lugar y la sociedad. Así, mientras los medios masivos imponen la agenda y su recorte, los otros hacen el anclaje personal y emocional del odio social vía aplicaciones de celular. Ambos coinciden en reemplazar la política y sus construcciones históricas por algún Mesías de ocasión.
El cambio del modelo de producción del capitalismo, basado en la información como materia prima, determina un escenario donde lo global disuelve lo local y reconfigura las identidades. Como bien lo anticipó M. Castells hace 20 años, “el espacio de los flujos está reemplazando el espacio del lugar (…) su lógica y significado son absorbidos por la red… el significado estructural desaparece, subsumido en la lógica de la metared”. Esa lógica, como sabemos, está gobernada por un club exclusivo de cinco corporaciones (Gafam), dueñas de la mayor cantera de producción de valor: los datos.
La ilusión horizontal de internet se desvaneció con estas oligarquías de la información. El tema es cómo producir nuevas mediaciones, otras que puedan reagrupar el sentido. Y no parece haber otro camino que el de articular la comunicación y el territorio desde lo cercano, desde los medios y mediaciones que constituyen el lugar. Desde los actores territoriales y comunitarios que disponen de los códigos para reconfigurar una nueva vinculación entre identidad, lugar y poder. La versión propia y local de los hechos es el hilo más poderoso para tejer una trama que reconstruya el lazo entre la representación y su narrativa. Recuperar la trama social desde el territorio es la mejor operación de comunicación en red para rescatar la política.
* Docente de Derecho de la Comunicación.