Donald Trump ya es el 45ª presidente de Estados Unidos. El consenso entre los analistas es que durante su gestión “veremos cosas terribles”, como asegura Immanuel Wallerstein. También dice, y lo subraya con razón Marco Gandásegui, que el magnate neoyorquino es un personaje “totalmente impredecible”. Pese a ello no sería extraño que la inflamada retórica proteccionista y el “populismo económico” de su discurso inaugural puedan carecer de un correlato concreto en el plano más proteico de los hechos políticos, económicos y militares. Trump es lo que en la jerga popular norteamericana se llama “un bocón”. Por eso habrá que ver qué es lo que logra concretar de sus grandes promesas y flamígeras amenazas una vez inserto en los gigantescos y complicadísimos engranajes administrativos del gobierno de Estados Unidos. No cabe la menor duda de que es un hábil demagogo, que agita con maestría un discurso reaccionario, racista, homófobo, belicista, y “políticamente incorrecto”. Pero su irresistible ascenso no sólo es resultado de sus dotes de demagogo. Revela también una inusual capacidad para denunciar los efectos devastadores que el neoliberalismo produjo en la sociedad norteamericana: pobreza, falta de acceso a la educación y la salud, desindustrialización. En suma, extinción del “Sueño Americano”, tema negados por la clase política tradicional y subrayados en su discurso de ayer. Su fulminante irrupción es síntoma de dos procesos de fondo que están socavando la primacía de Estados Unidos en el sistema internacional: uno, el clivaje en la unidad ideológica y programática de la “burguesía imperial”, dividida por primera vez en más de medio siglo en torno a cuál sería la estrategia más apropiada para salvaguardar su cuestionada hegemonía en el plano global. Dos, los ya mencionados efectos de las políticas neoliberales y sus secuelas, lo que arrojó a grandes sectores de la población en brazos de un outsider político como Trump que en épocas más felices de EE.UU. hubiera sido barrido de la escena pública en las primarias de New Hampshire.
Trump dijo, e hizo, antes de entrar a la Casa Blanca, cosas terribles: desde acusar a los mexicanos (y por extensión a todos los “latinos”) de ser violadores seriales, narcotraficantes y asesinos hasta declarar públicamente, para horror de los alemanes, que era “germanofóbico”. O de provocar al dragón chino llamando por teléfono a la presidenta de Taiwán, lo que motivó una inusualmente dura protesta de Beijing; decirles a los europeos que la OTAN es una organización obsoleta y que lo del Brexit fue una buena decisión. Pero como aseguran los más incisivos analistas de la vida política norteamericana, por debajo de la figura presidencial está lo que Peter D. Scott denominó “estado profundo”: el entramado de agencias federales, comisiones del Congreso, lobbies multimillonarios que por años y años han financiado a políticos, jueces y periodistas, el complejo militar-industrial-financiero, las dieciséis agencias que conforman la “comunidad de inteligencia” , tanques de pensamiento del establishment y las distintas ramas de las fuerzas armadas, todas las cuales son las que tendrán que llevar a la práctica -o “vender” política o diplomáticamente- las promesas de Trump. Pero esos actores, a quienes nadie elige y que ante nadie deben rendir cuentas, tienen una agenda de largo plazo que sólo en parte coincide con la de los presidentes. Dos ejemplos actuales: el jefe del Pentágono James “Perro Rabioso” Mattis (ratificado ayer a última hora por el Senado) puede hacer honor a su apodo pero difícilmente sea un idiota y por buenas razones -desde el punto de vista de la seguridad del imperio- no quiere saber nada con debilitar a la OTAN. Y va a ser difícil que Stephen Mnuchin, el Secretario del Tesoro designado, un hombre surgido de las entrañas de Goldman Sachs, vaya a presidir la cruzada proteccionista y auspiciar el “populismo económico” contra los cuales combatió sin resuello durante décadas desde Wall Street.
¿Deben tenernos sin cuidado los exabruptos verbales de Trump? De ninguna manera. Será preciso estar alertas ante cualquier tropelía que pretenda hacer en Nuestra América. Casi con seguridad continuará con la agenda de Obama: desestabilizar a Venezuela, promover el “cambio de régimen” en Cuba, acabar con los gobiernos de Bolivia y Ecuador y encuadrar a los países del área como obedientes satélites de Washington. Para lograr este objetivo, ¿irá a escalar esta ofensiva, que Obama no quiso, o no pudo, detener? Parece poco probable. Ronald Reagan, con quienes a veces torpemente se lo compara, intervino abiertamente en Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Granada y en la Guerra de las Malvinas. Pero era otro contexto internacional: el Muro de Berlín estaba agrietado y la URSS venía cayendo en picada, sepultando en su caída a Rusia; y China no era ni remotamente lo que es hoy. En esos años EEUU estaba llegando al apogeo de su poderío internacional. Hoy ya comenzó su irreversible declinación y el equilibrio geopolítico mundial es mucho menos favorable para Washington. Difícil, por no decir imposible, que el intervencionismo reaganiano pueda ser replicado por Trump en esta parte del mundo. Y si lo hiciera reanimaría un sentimiento antiimperialista que, como lo advirtiera Rafael Correa, movilizaría en contra de Washington a grandes masas en toda la región. Conclusión: el personaje es voluble, caprichoso e impredecible, pero el “estado profundo” que administra los negocios del imperio a largo plazo lo es mucho menos. Y en estos pasados quince años los pueblos de Nuestra América aprendieron varias lecciones.