Omar Pacheco se suicidó apenas se vio delatado. Poner su cuerpo muerto en el mismo escenario donde él había sometido por años a sus alumnos y alumnas a través de manipulaciones y abusos directos, según los relatos, el mismo escenario que se levantó estafando a personas que ya habían sido vulneradas en sus propias biografías, es el intento más cruel de cerrar la boca a todos y a todas las que por fin empezaban a poner una palabra común a experiencias que no podían nombrar y que ahora se sintetizaron: abuso. Lo que él hizo no es distinto de lo que tantos perpetradores de femicidios hacen cuando, después de consumar su último acto, se quitan la vida. Dar la vida porque el círculo patriarcal no se rompa, de eso se trata.
La culpabilización de las víctimas es una herramienta privilegiada para ocultar la violencia machista. El discurso de que quienes sufren violencia es porque la consienten desconoce las relaciones de poder que esa violencia para ser consumada exige. Omar Pacheco se suicidó después de que circulara en las redes un video en el que se ve a actrices de su elenco actual y otras que ya se habían retirado diciendo basta, acompañadas unas a otras para salir de ese círculo cerrado que él les imponía como método de trabajo, pero que para él era la posibilidad de ejercer un poder total sobre esos cuerpos.
Cuando la palabra está detenida, los cuerpos son los que hablan. Pero esa gesta, la de ponerle palabras a lo que ocurría en los cuerpos de cientos de actores y actrices que pasaron por el grupo de Teatro Inestable de Omar Pacheco (antes llamado Teatro Libre), llevó muchos años. No es casual que otros cuerpos hayan salido a la calle desde el 3 de junio de 2015 para denunciar el hartazgo de la violencia machista, pero también para visibilizar que ya no estamos solas, aisladas, culpabilizándonos por maltratos o abusos de otros y eso sirvió de arenga para que muchas otros agresiones que antes estaban naturalizadas salieran a la luz. Y en esta sincronicidad se trenzan los acontecimientos que van desde el jueves pasado a estos últimos días, en que los brazos se cuentan de a miles para contener el alivio de haberle puesto nombre a lo que venía siendo nombrado de otra manera. Omar Pacheco era un abusador, un estafador, más allá de su calidad como artista. Lo prueban cientos de testimonios que dan cuenta de años de maltrato a la gente que pasaba por sus talleres pero, para quienes piden a gritos la mediación de la Justicia, también lo ha probado el fallo que le dio la razón a Carolina Ghigliazza Sosa en 2011 y la indemnizó con 200 mil pesos, que tuvo que pagar Omar Pacheco por estafarla muchísimos años antes. Ella entró a la Compañía de Teatro Libre en 1996 y se fue en 2007 pero, como cuenta hoy, no fue fácil desenmarañar la madeja para entender lo que estaba pasando. Una amiga del Conservatorio le dijo “andá a verlo a Omar, él te va a dejar tomar clases gratis, más si le decís que sos hija de desaparecidos”. Exiliado a Brasil en la época de la dictadura, Pacheco alzaba la bandera de los derechos humanos y la libertad creativa como respuesta política a las opresiones, pero él mismo era un opresor. Efectivamente le dio asilo enseguida en su compañía, aceptó darle clases “gratis” con el argumento altruista de que nadie debería dejar de formarse por no tener el dinero para hacerlo, y también la incluyó en cuestión de meses en los elencos estables de sus obras, pero todo eso tenía un precio, y era alto. La semana pasada esos precios que tantxs pagaron en más de treinta años de trayectoria fueron dichos en voz alta, puestos en común entre “las de antes y las de ahora” porque son sobre todo mujeres las que se organizaron, pero también hay varones y cientos de personas que empezaron a unirse para narrar lo que vivieron junto a Pacheco. Y están convencidxs de que pagó con su vida para terminar de cerrar un ciclo de violencias que empezó en los ochenta, con el convencimiento de que sufrir trae mejores resultados artísticos y es en sí mismo una puesta en escena.
Carolina describe el “trabajo de piso” como la primera señal de alarma, pero habla de esa experiencia como la siembra de un código, casi un guiño de ojos en un grupo que tenía más de secta que de apertura y pluralidad. La técnica que Pacheco desarrolló incluía este ritual, de total oscuridad y música en volumen muy alto. Leía una poesía y la consigna tenía que ver con despojarse de todo, olvidar lo preconcebido y liberarse del mundo convencional porque es chato y banal. “El gritaba “dejemos todo”. Era fuerte, era interesante, era creíble y era conmovedor. Había gente que se ponía a llorar, gente que gritaba, había que estar acostada porque si te parabas ya empezabas a pensar de manera cotidiana y había que poner el cuerpo en posición extracotidiana. El hacía mucho hincapié en esto para que tu mente funcionara de otra forma, y esto tiene un asidero racional, estaba bien pensado, y además funcionaba: salieron obras emblemáticas de ese sistema para el cual nosotros poníamos todo. Pero en ese trance podía pasar cualquier cosa, desde un encuentro tierno o amoroso con un compañere hasta el encuentro con Omar, que podía manosearte, besarte, y chuparte la cara, como me pasó a mí. Quien rompía con eso quedaba ridiculizado, porque eso era romper la magia de todo. Yo tenía 21 años, y pensé “será así el método”.
–Y a la vez sentías gratitud porque tomabas clases gratis…
–Una gratitud total de que me haya dejado entrar. Me sentía contenida, era un lugar de pertenencia, para mí era un gracias eterno. Lo del “trabajo de piso” me pareció raro, pero lo dejé pasar. Después él hacía una devolución, leía otro poema, había una especie de catarsis colectiva, y venían las improvisaciones de las que salían las obras. Para alguien principiante toda la estética era rara, hablar a través de fonemas, no hacer mímica, poner el cuerpo de otras maneras, son un montón de datos que con el tiempo te empiezan a entrar y te salen, pero siempre en esa línea. Es un idioma físico y gestual, es lo que a él lo hizo conocido, y de lo que él se jactaba. También él tenía un discurso muy lindo de libertad, de creatividad, de belleza, de trabajo grupal, pero pasaba por el discurso y no por los hechos.
–¿Cómo eran los hechos?
–Omar Pacheco no trabajaba, él cobraba y todos los demás no (entradas, talleres y subsidios iban a su bolsillo). Incluso había gente que actuaba en las obras y seguía pagándole por el taller. Nosotros comprábamos los insumos, hasta el papel higiénico. Me ha llegado a decir “estúpida, no servís para nada” porque supuestamente se apasionaba en el proceso creativo. Nadie lo frenaba, pero por esa imagen del artista apasionado, del “papá” de todos. He terminado llorando mil veces. Y además sabía detectar tu punto débil, tu dolor más profundo, el clavo de tu historia: yo soy hija de desaparecidos e interpreté ese papel, y el de desaparecida, y el de Madre de Plaza de Mayo, el de mujer torturada, violada… Todo en nombre de causar impacto en el público. En las obras de Pacheco, además, estaba prohibido aplaudir al final, los actores y actrices no salíamos a saludar para dejar en estado de pesadilla al público.
–¿Y lo del abuso? ¿No lo hablaban entre ustedes?
–Jamás. Lo del abuso quedaba como un secreto sembrado en tu cuerpo que una vez que pasó... Alguien que te instala un secreto, y vos lo guardás, porque no entendiste, porque no encontrás el momento de aclarar la situación, porque tenés miedo de preguntar (y que te digan “vos no entendés nada”), empieza a hacerte sentir que hay cosas de las que no se hablan. A mí me tocó toda, ¿a quién se lo iba a decir? Cuando el secreto se guarda se convierte en código. Por eso es tan difícil salir a decir años después “vos me abusaste”. Hasta la semana pasada que nos reencontramos jamás nos contamos nada.
Con el dinero que Carolina cobró en el año 2004 como parte de la indemnización que el Estado legisló para familiares de desaparecidxs, compró la sala de Urquiza y Alsina que era la sede de La Otra Orilla hasta la semana pasada. “Cobré 140 mil dólares y puse 90 mil por mí, 10 mil por mi pareja, que era uno de los actores del grupo y 10 mil por Omar. Así que puse 110 mil dólares y el resto lo invertí en una heladera, una cocina y cosas para la casa, donde me mudé ahí mismo, en el fondo del teatro. Estábamos en la lona y por más que Hebe de Bonafini dijo “no la cobren, es una trampa”, la cobramos. La cobramos con culpa pero la cobramos, aun sin poder querellar después”.
–Entonces La Otra Orilla era tuyo. ¿Figuraba a tu nombre?
–No, era y sigue siendo una asociación civil. El me fue devolviendo su parte de a puchitos. Lo compramos con una hipoteca de 100 mil dólares, al año ya era el cuádruple porque por supuesto no la pagamos. Y no lo compramos en condiciones, así que estuvimos tres meses de verano picando paredes, pintando y demás. Mucha otra gente puso dinero de sus indemnizaciones. Yo y todos confiamos en que eso fuera un centro cultural donde hiciéramos arte a precios populares y todes pudieran tomar clases... A mí me pareció soñado, la mejor forma de invertir ese dinero. Pero se fue transformando en lo que él quería: su tumba. Lo hacíamos con alegría, pero llegó un momento en que te cansabas, te lastimabas, te enfermabas... Por eso me enorgullece que gracias a la lucha feminista hemos aprendido la diferencia entre un trabajo o un contacto afectivo y un abuso y hemos aprendido que el abuso no se debe permitir.
–Aun si el abusador se suicida.
–Exacto. Y no lo tenemos que permitir ni en nosotras ni en las otras. Estos días fueron muy movilizantes y aprendimos mucho: se piensa que las víctimas son seres vulnerables, y no, son personas vulneradas, debilitadas por otros, no es que tienen esa personalidad debilucha y frágil que cualquiera puede vulnerar. El de víctima es un estado momentáneo y es producido por otra persona, entonces cuando una está siendo víctima de una situación violenta no está siendo libre de decidir, de pensar, de actuar. Y más si la otra persona te imprime miedo, o es encantador. Yo quería que me aceptara porque me estaba dando la oportunidad de estudiar con él, no pagarle los talleres y encima apenas empecé protagonicé una obra.
Carolina vivió siete años en La Otra Orilla hasta que pudo abrirse a otros proyectos. Le costó dos años desvincularse e irse de ahí y varios más hacer el proceso judicial que terminó con el resarcimiento económico mucho menor que su inversión y que el trabajo volcado en esos años. Pero no le importó porque quería irse, y porque una de las condiciones de Pacheco era la exclusividad absoluta, del mismo modo que lo exige un culto religioso, una secta, una mafia. “Me mandó una carta documento que decía que yo no había puesto plata y que el teatro no era mío sino que además debía siete años de alquiler por usufructuar la casa sin pagar. Yo, cuando leí eso, no lo podía creer. Lo cité en un bar y él me hizo un gesto como diciendo “jodete, te cagué, perdiste”, cuenta ahora y Agustina Miguel, una de las protagonistas de la acción del jueves pasado, la mira y asiente con la cabeza. Sabe que Pacheco era capaz de eso y de mucho más. “Yo la escucho a Carolina y se me pone la piel de gallina porque me veo reflejada en la historia de cómo se comportaba este tipo. Con nosotras fue igual. Este es el resultado de la sistematización de un accionar perverso, una repetición constante que escucho en todos los grupos. Con este último grupo su carácter estaba más matizado en esto del maltrato verbal directo, porque se dio cuenta y porque el contexto actual no le era ajeno: adentro del teatro había militantes feministas”.
–¿Cómo convivía el auge del feminismo con esta organización tan machista?
–Con estas contradicciones que generaban confusión: él se jactaba por ejemplo de que La cuna vacía era una reivindicación de las mujeres, de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Y él sabía representar muy bien el dolor de las mujeres, porque él lo provocaba. De eso nos damos cuenta ahora. Veo en la historia de Carolina un reflejo de lo que fue el último grupo en una versión más light, pero igual había maltrato, tejía enemistades entre nosotros. Yo después me enteré, cuando se cayeron todas las fichas, de que él hablaba muy mal de mí, mentía, decía que yo me había insinuado a otra compañera, decía que yo era envidiosa y competitiva, decía que yo le pedía reuniones todo el tiempo y lo acosaba. Y así tejía enemistades porque a cada une nos decía algo distinto. Y estos “ejercicios de piso” eran iguales: él besaba sin consentimiento, metía la mano por debajo de la ropa y todo en silencio. Porque hacía algo muy sutil que era hacernos dudar de todo.
–¿Cuándo empezaron a organizarse para coordinar esta acción que se viralizó el viernes?
A: –Fue el mismo jueves. Yo venía de un proceso de desgaste muy grande. Sufría su maltrato y el de mis compañeras, después entendí por qué me maltrataban y me pidieron disculpas, pero lo que importa es que pudimos hablar, creernos, mirarnos a los ojos y reencontrarnos después de tanto sufrimiento. Todos y todas amamos la profesión, es un momento difícil y creíamos que irnos era quedar a la deriva, pero también era algo latente que nadie soportaba más los maltratos, esa verticalidad tan asfixiante.
C: –El te llamaba a su oficina para conversar y ahí te empezaba a preguntar “¿Qué pasa con tal? Porque vos sabés que yo me entero de todo”. Y ahí se iba enterando, iba tejiendo esto de lo que habla Agus, que parece inocente y es muy perverso, te hace desconfiar de todos menos de él.
A: –Me lo hacía a mí y a todo el mundo. Yo estuve cuatro años y en estos últimos dos ya veía cosas que no estaban bien. Este año lo enfrenté muchas veces. A fines del año pasado le hice un planteo económico, esto de que los que estábamos en la obra no teníamos que pagar la cuota. Era una locura, ¡trabajábamos y encima pagábamos! Y obviamente fue el apocalipsis. Yo dije “no puedo pagar más la cuota y no estoy de acuerdo con que mis compañeros la paguen”. Hubo mucha hostilidad y algunos estaban de acuerdo y otros no. Y de su lado la explicación era que estar ahí era un privilegio, que el teatro independiente está en crisis y siempre hablaba de una deuda, que un día eran 40 mil dólares, otro 36, otros 44… Pero estaba siempre ese discurso para disciplinar y nosotros, que amamos lo que hacemos, sentíamos que no podíamos abandonarlo. Yo planteé eso de no pagar la cuota y quedó en el tintero, la dejé de pagar y pensé que mis compañeros también y ahora me enteré de que muchas la siguieron pagando, cada una un precio distinto.
–¿Y tuviste algún castigo?
A: –Sí, meses de destrato. Devoluciones muy duras. Y ahí empezabas a dudar del propio desempeño artístico. Te confundía. Porque él sabía tus puntos débiles. Mis compañeras están bastante asustadas. Hace dos semanas me vio en minifalda y me dijo que yo lo perturbaba, y yo le dije “¿Qué es lo que te perturba?”. No me contestó. Yo me fui de ahí y tuve la certeza de que había algo más y que yo no podía irme sola, pateando tachos enojada con todos y todos tratándome de traidora, como él quería. Paralelamente estaba viendo a una compañera que no estaba bien y al mismo tiempo decidí juntarme con alguien del grupo de la época de Carolina y ahí me enteré de todo, de estas cosas terribles del pasado, de las estafas.
Hace un tiempo, en una cuenta de Instagram que se llama Detrás de escena, donde se publican denuncias a directores de teatro o gente de ese ambiente, se había publicado una contra Omar Pacheco, se hablaba de violencia y ejercicios muy agresivos. Agustina lo leyó y le llamó la atención un comentario de alguien que ella sabía que había formado parte del elenco estable que decía “Que se sepa”. “A mí ese comentario me quedó grabado, todos estos meses no pude olvidarme. Pasó esto de la minifalda y le escribí a ella sin conocerla y le pedí de juntarme a hablar. Esto fue el mismo jueves pasado. Y después, esa misma tarde, ya estaba juntándome con mis compañeras y todas teníamos algo terrible para contar. En un día se armó todo con la certeza de que teníamos que exponerlo y sacar a las compañeras de ahí. Que nadie más curse con él. Una de las compañeras daba clases de pintura ahí adentro y tenía un montón de materiales allí, eso es lo que se ve que sacamos de adentro en el video que circula en las redes. El jueves, a la hora del taller, las 20, entramos y leímos un texto que habíamos escrito ese mismo día. Afuera estaban compañeres de talleres anteriores como Carolina, con un auto para cargar las cosas y filmar. Todo duró como diez minutos y después nos fuimos. El negaba las acusaciones. Por eso no hubo una denuncia como tanto nos reclaman, porque nos dimos cuenta de todo rápidamente y sentimos que no podía dar un taller más”, cuenta Agustina. Sin embargo, el viernes cuando el video empezó a circular en las redes y la página Omar Pacheco Abusador se llenó de comentarios, pensaron que lo mejor sería denunciar los abusos el lunes mismo, hacer una presentación colectiva ante la Justicia porque los testimonios sumaban más de cien casos de violencia sexual. En eso estaban el fin de semana cuando se enteraronde que Pacheco se ahorcó en el escenario de La Otra Orilla. Dos días antes y con la adrenalina y el aliento de haberse encontrado escribieron: “Ahora entendemos sus críticas constantes al feminisimo, incluso en instancias abiertas de debate con público donde se manifestaba en desacuerdo con el feminisimo ‘así como está planteado’, claro, que lucha para que machos impunes como él pierdan sus privilegios. Te llegó la OLA Pacheco”.
“Muchas compañeras están shockeadas, tienen miedo, pero todas tenemos la certeza de que esto tenía que terminar”, dice Agustina, que desde el lunes se reunió con el colectivo Ni Una Menos y recibió cientos de adhesiones de organizaciones feministas, como la Campaña Nacional contra las Violencias hacia las Mujeres y el Grupo de Teatro Libre que Omar Pacheco había fundado en Mendoza, donde también había sembrado su método de exclusividad y terror. Que haya retirado su cuerpo de la escena para que los de las pibas queden expuestos como culpables es la última de sus maniobras para perpetuar el silencio. De eso se habla en los medios hegemónicos desde el lunes e incluso circula la hipótesis de que un fiscal pedirá caratular la causa como instigación al suicidio. La manipulación de Pacheco sobre los hechos no es nueva, son más de treinta por año los femicidios que terminan con el suicidio del asesino, siempre dejando su sombra por encima del cadáver de la verdadera víctima. En este caso, las víctimas son tantas que no se pueden apagar sus voces y que ya saben que el escrache es una herramienta política para poner luz allí donde la Justicia patriarcal pone dudas y punitivismo. La de Pacheco es una de las tantas trayectorias que se construyeron alrededor de un nombre propio atormentado y talentoso que en el mundo del teatro y la actuación en general han habilitado todo tipo de abusos y manipulaciones. No hay mejor reparación para el maltrato como no saberse en soledad con él y guardarlo como un secreto, por eso Carolina y Agustina hablan en nombre de todas. “Dudamos en decir nuestros nombres, pero ya no tenemos miedo porque nos tenemos”.