Hay que retroceder más de dos años para encontrarse con otro estreno de producción georgiana en la cartelera local: Mandarinas, de Zaza Urushadze, en los papeles una coproducción con Estonia. La de Georgia podrá ser una cinematografía pequeña, pero cuenta con el padrinazgo histórico de figuras como Otar Iosseliani o Nikoloz Shengelaia, sin contar a georgianos de pura cepa que terminaron rodando en tiempos soviéticos, usualmente en idioma ruso, como Mikhail Kalatozov o Sergei Paradjanov. A pesar de esas tradiciones tan ricas y diversas, los referentes más claros en la ópera prima de la realizadora Nino Basilia son –como en tantos otros casos en el cine contemporáneo de todo el mundo– los temas y las formas de las películas de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne. Aquí también la cámara no se despega de su protagonista, Anna, una mujer joven y madre de un chico autista que debe ganarse el sustento trabajando en un par de empleos mal pagos, al tiempo que cuida de una problemática abuela. La vida de Anna es un retrato al mismo tiempo personal, generacional y social. Un relato de supervivencia.
Como si se tratara de una prima lejana de Rosetta o de Sandra, la heroína de Dos días, una noche, Anna (interpretada por la actriz Ekaterine Demetradze) deberá tomar una serie de complejas decisiones frente a un precario equilibrio que irá desestabilizándose aún más con el correr de los minutos. En particular luego de decidir que la solución a sus problemas depende de una mudanza a Estados Unidos. Claro que conseguir una visa con sus escasos ingresos no es cosa fácil y los papeles truchos cuestan mucho dinero en el mercado ilegal. El primer acto logra dar en el blanco: la descripción del personaje y los modos en los cuales se producen ciertas relaciones comunales y sociales son precisas, como así también la de ciertas prácticas culturales profundamente arraigadas (¿será Georgia el único país, junto a la Argentina, en el cual la compra-venta de inmuebles sigue haciéndose con montículos de dólares en efectivo?). La fortaleza de Anna es evidente, aunque las marcas del cansancio, el hastío y el enojo comienzan a hacerse cada vez más permanentes en su rostro.
A partir de cierto momento, el guion comienza a disponer una serie de obstáculos en el camino de la protagonista que van horadando no tan lentamente el verosímil realista que el film había construido con paciencia (la escena del dinero encontrado en un cajón y su corolario es sintomática) y, por momentos, se acerca bastante al capricho de un dios-narrador empeñado en hacer sufrir a sus criaturas con la esperanza de dejar bien plantada una moraleja. La suma de tropezones, caídas y malas decisiones de Anna se apilan una sobre la otra hasta llegar a un último golpe de guion tan imprevisible como forzado, que a su vez explica una subtrama que hasta ese momento se sentía extraña, absurda incluso. Usualmente, cuando una película crea situaciones y personajes como si se tratara de peones narrativos que pueden sacrificarse sin reparos ni remordimientos, se está ante un problema narrativo (o estético y, por lo tanto, ético) de cierta importancia.