Hace un siglo que Wilfred Owen, un oficial británico de apenas 25 años, moría en Sambre-Oise Canal en Francia, justo una semana antes de que se firmara el armisticio del 11 de noviembre que daría término a la Primera Guerra Mundial. Si recordamos esa muerte insensata entre tantas otras igualmente insensatas, es porque Owen, pese a su juventud, dejó tras sí una serie de versos memorables que todavía nos emocionan.
Para mí, el más conmovedor de sus poemas es “Extraño Encuentro”, donde anticipó, unos meses antes de que lo mataran, el desenlace trágico de su propia vida con palabras que lamentan “el despilfarro de la guerra en nuestro tiempo”, palabras angustiosamente relevantes para nuestra humanidad contemporánea asolada por historias similares de masacres, gases venenosos y temores apocalípticos. Es un poema escrito desde la perspectiva de un soldado que conversa con un muerto. Ambos sienten la pena de “los años inacabados, la desesperanza”, y parecen ser camaradas hasta que el muerto revela que quién lo ultimó fue el mismo soldado que narra esta reunión. Los dos son fantasmas: “Soy yo el enemigo que mataste, amigo mío... Ahora que nos dejen dormir.”
Owen dormiría para siempre, sin ver la conclusión de la “Guerra Que Va A Terminar Con Todas las Guerras”, según la frase que haría notoria Woodrow Wilson. Como lo atestiguarían los conflictos y víctimas inagotables de los próximos cien años, nada estaba más lejos de la verdad: seguimos asesinándonos los unos a los otros como si la marca de Caín estuviese estampada en nuestro ADN.
Y, sin embargo, los versos espectrales de Owen sugieren que también llevamos adentro una propensión innata hacia la paz: si tan solo fuéramos capaces de reconocer la hermandad que compartimos con nuestros enemigos, podríamos encontrar tal vez una manera de escapar de estos persistentes ciclos de agresión, librarnos del miedo al “otro” que se nos ha inculcado desde la infancia. ¿O acaso la reconciliación que el poema propone entre contendientes es una transitoria ilusión que intenta consolarnos en medio de una carnicería que se repite sin piedad?
Filósofos, científicos, líderes políticos y religiosos, además de hombres y mujeres comunes y corrientes, han debatido durante milenios si estamos condenados a la beligerancia desde el nacimiento, pero en nuestro tiempo donde cada día parece más viable un holocausto nuclear aquella búsqueda de una respuesta se ha hecho más urgente.
Aunque no me atrevería a afirmar que dispongo de una respuesta definitiva a este complejo enigma de nuestra más profunda identidad humana, espero que una experiencia de mi niñez en 1950 ayude a iluminar por lo menos sus contornos. Tenía unos ocho años de edad cuando participé ferozmente en el culto de la guerra en una localidad que parecía la menos propicia para tales hostilidades, un sitio donde debería haber prevalecido la paz en un mundo extenuado por la devastación. En efecto, gracias al trabajo de mi padre argentino en las recientemente creadas Naciones Unidas, mi familia vivía en Parkway Village, una comunidad de casas en Queens, Nueva York. En una era de discriminación racial desenfrenada, se trataba de un experimento habitacional que singularmente integraba las más diversas etnias, lenguas y naciones, proyectando una visión utópica de armonía planetaria.
Desafortunadamente, no era armonía alguna la que buscaba yo al vagar por los jardines y espacios abiertos de Parkway Village, donde grupos rivales de niños habían desatado confrontaciones feroces, por mucho que fueran los hijos de diplomáticos y funcionarios que en su trabajo en la ONU abogaban con tanto ahínco por la amistad entre países y culturas. Esas pugnas, que comenzaban en forma fortuita con algún insulto accidental, pronto derivaban en un intercambio de puñetazos, piedras y palos. Los imberbes éramos todos extranjeros en los Estados Unidos: quizás queríamos asentar la identidad propia (y patriotera) combatiendo a cualquiera que hablara de una manera extraña o que tuviera un aspecto diferente. La pandilla a la que me adherí consistía de muchachos latinoamericanos y franceses, con un par de liberianos y egipcios, mientras que nuestros contrincantes provenían fundamentalmente de Escandinavia e Inglaterra, replicando inconscientemente la división entre Norte y Sur que daría lugar a tantos combates tóxicos en las décadas subsecuentes. Nuestras madres horrorizadas nos incluían en tés sumamente corteses durante los cuales se acordaban todo tipo de treguas. Sin mayor efecto: la lucha juvenil seguía incrementándose en forma cada vez más salvaje.
Únicamente Roy, un chiquito muy dulce de la India, intentaba detener el caos belicoso. A menudo se ponía entre los dos bandos, suplicándonos de que no nos hiciéramos daño, una intervención de la que todos se burlaban –por fin, ¡algo que nos unía, aunque fuese la crueldad!–. Convertíamos su nombre –algo así como Bahana– en Banana, que en inglés no es solo el nombre del alimento, sino que significa estar loco, porque tenía que ser delirante cualquiera que creyera que era factible convencernos de que renunciáramos a los placeres viriles de nuestro antagonismo.
Y, sin embargo, fue Roy el que logró precisamente eso, aunque no de la manera que él o nosotros hubiéramos previsto o deseado. Cierta tarde, al retornar de la escuela, dispuesto a convocar a las tropas a otra rueda de las Naciones Unidas en Guerra, mi padre, muy apesadumbrado, me contó que Roy había fallecido esa mañana de un ataque al corazón durante una operación dental. Abatido y lleno de culpa, deambulé por la vasta extensión que quedaba detrás de nuestra casa donde, al rato, llegaron los otros niños. Nos quedamos ahí un buen rato, muy calladitos, los ojos mirando hacia la tierra inmisericorde, sintiendo cómo se hacía pedazos nuestra inocencia, nuestros juegos letales de pronto revelados como algo vergonzoso y ofensivo.
Desde ese día, las batallas cesaron.
Así los niños combatientes hicimos nuestro duelo, un modo de honrar la memoria del pacificador ausente, un modo de mantener con vida a nuestro pequeño camarada o, por lo menos, su mensaje de hermandad. Como Wilfred Owen un día en las trincheras remotas de Francia, Roy había creído que la guerra se origina en un fracaso de la imaginación, una incapacidad para sentir las aflicciones de los adversarios como si fueran propias. Esta posibilidad fantástica y asombrosa, de que un enemigo puede volverse un amigo, se hizo realidad en mi caso unos meses más tarde cuando la familia de Jens, un danés que era el jefe de la cuadrilla rival, se mudó a la casa vecina a la nuestra. Dentro de poco nos hicimos inseparables, compañeros del alma.
Pienso que Roy hubiera sonreído.
Su sonrisa se desvanecería si tuviera que registrar cómo mensajes de paz como el suyo tienen un escaso asidero en nuestro estragado mundo contemporáneo. Es verdad que nuevas encarnaciones de Roy intervienen en todo el globo. Médicos en Siria y Yemen, mediadores en Colombia y Afganistán, ciudadanos que impugnan los conflictos perpetuos entre israelíes y palestinos, guardianes de la paz en el Congo y Kosovo, mujeres que denuncian las violaciones sexuales de soldados victoriosos, prueban que no faltan ciudadanos valientes dispuestos a enfrentar la maquinaria de la guerra. Lo que sí falta es internalizar que a todos nos toca la hazaña cotidiana de la paz, una tarea que debe ser llevada a cabo, no por seres heroicos y excepcionales, sino que por cada adulto alarmado y cada niño vulnerable.
Solo cuando millones y millones entiendan que ésta es una lucha intensa e íntimamente suya, será verosímil un mundo donde no mueran los Wilfred Owen, ni hombres como él podrán ser mandados a matar enemigos a los que nunca conocieron y que un día podrían, justamente, mudarse a la casa vecina y convertirse en amigos del alma. Solo entonces será concebible que Roy, efectivamente, descanse en paz.
Ariel Dorfman: Escritor, autor de La Muerte y la Doncella. Su última novela es Allegro.