Hasta encontrar una salida: esta afirmación en elipsis podría ser el leitmotiv de la existencia humana, los recorridos que inventamos hacia algún punto de fuga que nos arroje al otro lado del juego, la palmada en el hombro para seguir adelante presumiendo certeza aunque nos sepamos irremediablemente perdidos en la tarea de escape. Hasta encontrar una salida es un sintagma engañoso que comienza y termina en una trampa: ¿la puerta hacia dónde? ¿Y mientras tanto qué? En este horizonte de posibilidades, hasta puede durar toda una vida y la salida no ofrecer más que una nueva entrada al laberinto. En su tercera novela, elegida para representar a Argentina este año en la Feria del Libro de Frankfurt, Hugo Salas construye una historia sobre un arco geográfico que tensará al campesinado del Tennessee profundo con el sueño estrellado de Los Angeles, hasta recalar en el decorado de un matrimonio aburrido que protege su ascenso social de paspartú en un country del conurbano bonaerense. Escenarios y pasados tan disímiles reúnen a los protagonistas de esta historia, personajes que logran ganarle a una trama de afilado tempo cinematográfico a fuerza de hondura y contradicciones humanas. Y en el de-safío de encontrar una salida, se proyectan hacia el otro lado de la ficción burlando los límites y el punto final del relato cuando, efectivamente, se quedan con el lector.
La clase media progresista y bien pensante abre la novela desde el personaje de Karina, en una primera escena que reúne todas las características de un buen cuento al revelar el pathos combustible de la historia. En un intento de fuga mental a base de porro y autopista, Karina no encuentra la salida habitual que la lleva al country donde vive con su buen marido y sus dos hijos. Se pierde entre las gallinas y los chicos sucios de la villa miseria de un conurbano al que no le quiere temer, pero que sin embargo le devuelve la incoherencia, los miedos, las frustraciones y la soledad en la que vive. Una profesora universitaria y ex poeta tan resguardada como llena de insatisfacciones, que buscará en el placer del sexo y la doble vida una posibilidad de escape.
Jeff es dueño de un vivero y está enamorado, al igual que Karina, de un hombre mucho menor que él. Exiliado de un pasado como actor porno en Los Angeles, llega a Argentina para dejar atrás el dolor de una pérdida mucho más que amorosa, y en ese trayecto de escape, cuando ya no cree que pueda volver a encontrarse con alguien a quien amar, aparece la oportunidad de un tiempo compartido, un tiempo de alargue. Jeff es sin duda el más entrañable de todos los personajes de Salas, un hallazgo que ya fuera de la ficción pide a gritos otro protagónico o al menos una segunda parte. Porque en Jeff confluyen muchas historias en una: la de la clase campesina, los rednecks expulsados desde temprano del sueño meritócrata norteamericano, que en el mejor de los casos salen del pueblo con el ímpetu de alcanzarlo hasta darse de lleno contra la furia de esas ciudades que los condenan a la marginalidad, a la muerte o a la locura. En ese sentido, cuando llega a Los Angeles, vemos que Jeff “soñaba acaso con más intensidad de la que podía sostener su cuerpo” y en ese choque de expectativas y realidades, en el recorrido de Jeff se inscribe tanto la historia de los años de oro de la industria porno en Estados Unidos como su final de fiesta a fines de los ochenta con la pandemia del VIH- Sida.
Y es justamente desde el personaje de Jeff, que de alguna manera Salas construye una historia que tematiza el fin. El fin de una industria porno que, como se cuenta en el film Boogie nights de Paul Thomas Anderson, supo ser una red para los caídos del sueño americano que se apiñaban en Los Angeles, la única industria en la que las mujeres lograban una posición de poder y cierto estatus laboral por aquella época, y aún lo más difícil de digerir para ciertos sectores del progrefeminismo: una industria en la que la explotación del cuerpo y la administración de la economía del deseo, no dejó de lado la posibilidad de nuevos parentescos al sustituir de una manera mucho más funcional a esas familias que expulsaban a los hijos –raras aves– de sus casas. La disidencia sexual y la industria porno de aquella época compartieron algo más que la necesidad de expansión y supervivencia. Tal vez, como esboza Salas en Hasta encontrar una salida, la historización de este vínculo tenga más para decirnos hoy sobre la relación entre la explotación del cuerpo en la sociedad capitalista y la conjunción del espacio laboral con verdaderas redes de contención afectiva.
Acaso otra forma del fin que se trabaja en esta historia, esa salida que se aguarda desde el título, sea el fin de esa novela que escribimos para nosotros mismos, para poder estar en este mundo y sentir que aun hay algo de excepcional en nuestra existencia. La novelada realidad como condición de posibilidad para el misterio del otro, escudo y lanza contra la sequía estridente de los perfiles en las redes. El fin de la novela, la aceptación del malentendido que sostuvimos para no dejar de creer que en esos vínculos que establecíamos había algo de perdurable. Ponerle fin a la novela y seguir camino aún sabiendo que ni la profesión, ni los hijos, ni el sexo, ni el amor alcanzó una espectacularidad envidiable. El amor, esa idea por la que se cruzó un océano a nado terminará siendo un burdo cliché de sillones con Netflix y amantes en un chat cifrado. El amado, llegado el fin de la novela, se proyectará frente a nosotros en todo su deslucimiento y entenderemos que el mundo, esa decepción tan grande como la historia que construimos, se desangelará para siempre, para dejarnos abierta la pregunta de si alguna historia volverá, alguna vez, a valer la pena de ser contada.