“No te lo voy a decir”. El único protagonista de la historia-dentro-de-la-historia que casi cuarenta años después sigue vivo va a hablar de cualquier cosa, pero de eso no. No le va a pesar contarle al grabador alianzas cruzadas con una y otra facción de la dictadura más horrenda de la historia argentina y describirá puntillosamente bicicletas financieras de legalidad discutible. También, ya con más cuidado, aprovechará el off the record para sugerir affaires entre poderosos y relatar con cierto orgullo escenas dantescas en las que algún famoso, muy famoso, llenó el álbum de figuritas de los vicios. Pero no, sobre eso no piensa ni abrir la boca, ni en on ni en off. 

Lo dice con cara de ogro, como ahuyentando de antemano cualquier posibilidad de insistencia. No deja margen para la curiosidad, para la atropellada de empatía que borre la línea entre fuente y entrevistador: lo que se dijo aquella noche se irá con él a la tumba, un poco por discreción, pero más que nada por esa lealtad hacia esa estrella que, asegura, lo consideraba “un hijo”.

En la madrugada del 10 de agosto de 1981, Frank Sinatra acababa de dar el primero de sus dos conciertos en el Luna Park y todo había salido a la altura de su leyenda. Para celebrarlo organizó una fiesta en su suite del Sheraton Hotel, la 2301, a la que estuvieron invitados los 59 integrantes de su comitiva y los productores locales con sus respectivas esposas. Haciendo gala de su italianismo, quiso ofrecer como entremés antes de la cena unas porciones de pizza, y se las encargó a Ricardo Finkel, la persona que se cargó al hombro las gestiones para hacer realidad lo que años atrás parecía un delirio: traerlo a Buenos Aires. Un principal de Asuntos Extranjeros salió disparado en un Falcon oficial hacia Angelín, tradicional pizzería de avenida Córdoba al 5200, y se cargó dos fugazzas y quince muzzarellas grandes. La vuelta fue casi suicida: Juna B. Justo y Libertador derecho, en contramano, con el “chupete” de la sirena haciendo escándalo. El viaje entre Villa Crespo y Retiro duró cuatro minutos: la pizza llegó caliente. 

Pasó la cena, Sinatra sentenció que la muzzarella era the best y, cerca de las cinco de la mañana, se levantó de la mesa para irse a su habitación a descansar. Apoyado en la barra, Finkel vivía el sueño: su ídolo de la infancia lo llamaba para hablarle en privado y lo convertía así en parte de su círculo de confianza. 

Sin que los demás oyeran, La Voz le contó qué tramaba: “Hoy hablé dos veces con mi presidente y me dio un mensaje para el presidente de tu país. Pero yo le dije que me parecía más lógico que siendo mi amigo argentino se lo dieras vos, no yo. Y mi presidente dijo que le parecía bien”. Finkel, incondicional, llamó a Roberto Viola al día siguiente y le transmitió aquel recado cuasi diplomático que –con Frank como intermediario– provenía directamente del recién asumido Ronald Reagan. 

En 2018, decíamos, tres de los involucrados ya no están entre nosotros. Sinatra falleció el 14 de mayo de 1998 a los 82 años, víctima de un ataque cardíaco. En la noche de su muerte, el Empire State se iluminó en el azul de sus ojos celestes y los casinos de Las Vegas detuvieron sus ruletas durante un minuto a modo de homenaje. 

Reagan lo sobrevivió seis años: el 40º presidente de los Estados Unidos murió el 5 de enero de 2004. Una década antes había revelado que padecía Alzheimer. Tras aquel mandato que recién comenzaba cuando Sinatra visitaba Buenos Aires, fue reelecto para un segundo período en la Casa Blanca en los comicios de 1984. Uno de los lineamientos mas significativos de su política exterior fue la lucha contra el comunismo, especialmente en América Latina. 

Viola, destinatario final del mensaje de Reagan, era el presidente de facto de la República Argentina por aquellos años. Sucesor de Jorge Rafael Videla en el cargo y parte del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, fue juzgado en 1985 por 152 secuestros, 49 casos de tortura, 17 robos agravados, 105 delitos de falsedad ideológica, 32 reducciones a la servidumbre, una usurpación y una sustracción de niños, y sentenciado a 17 años en prisión, inhabilitación perpetua para el ejercicio de cargos públicos y pérdida de su grado militar de teniente general. Cinco años después fue indultado por el ex presidente Carlos Saúl Menem y falleció en 1994, quince días antes de llegar a su séptima década de vida, por los mismos problemas cardiovasculares que –según él argumentó, aunque no muchos le creyeron– lo obligaron a renunciar a la presidencia apenas nueve meses después de asumir, el 11 de diciembre de 1981.

Queda entonces Ricardo Finkel, el mensajero, aquel empresario que gracias a su amistad con los abogados de Sinatra y a un operativo de seducción que se extendió durante buena parte de los 70 logró la quimera de alimentar al cantante más importante del siglo XX con pizza del boliche en el que paraba los sábados a la noche de camino al centro. Finkel vive y sigue importando artistas a Sudamérica. Y habla sin problemas, muy interesado en que su nombre se mencione como artífice de la llegada de La Voz a Buenos Aires tras años de quedar eclipsado en el imaginario popular por su socio financista más célebre en aquella operación: Ramón Palito Ortega. Habla, sí, con la mejor predisposición, de todo lo que queramos, on y off the record, pero de eso no. Revelar aquel mensaje sería una traición, y uno no traiciona a Frank Sinatra.

Así comienza Operación Sinatra (Aguilar), el flamante libro que, como asegura su subtítulo, cuenta “La historia secreta de la visita de La Voz a la Argentina”.