En Little Brown Boy (2003), uno de los cortometrajes de tesis realizados hacia el final de sus estudios cinematográficos en la Universidad de Florida, Barry Jenkins relataba, en apenas poco más de siete minutos, un día en la vida de un chico negro de unos diez años. Pero no un día como cualquier otro: luego de un altercado en el cual un adulto termina fatalmente herido, el joven protagonista empuña un arma y asesina de un certero disparo al agresor. Lo que sigue es el regreso a casa, los intentos infructuosos por hablar con su madre y un paseo en las afueras del pueblo, en lo que puede anticiparse como una breve y estéril pausa antes del día después. Todo ello sin ninguna lágrima en las mejillas. Esa misma sensibilidad para retratar a un personaje frágil que debe hacerse fuerte ante un entorno sumamente hostil volverá a ser uno de los elementos centrales de su segundo largometraje, Luz de luna, que luego de debutar hace algunos meses en el Festival de Telluride, circuló por una docena de eventos cinematográficos de relieve –incluido el reciente Festival de Mar del Plata, donde formó parte de su Competencia Oficial– y se estrena comercialmente el próximo jueves 2 de febrero. Además de haber ganado hace un par de semanas un Globo de Oro en la categoría Mejor Drama, es uno de los títulos que más fuerte suenan para recibir varias nominaciones en los inminentes premios Oscar, en particular luego de que su principal competidora, El nacimiento de una nación (el otro film de “temática afroamericana”), quedara fuera de circulación por motivos rotundamente extra cinematográficos: la denuncia por acoso sexual y violación a su realizador y protagonista, Nate Parker. En un año en el que, correcciones políticas mediante, la Academia de Hollywood pretenderá seguramente resarcir la falta de figuras negras en la ceremonia de la temporada pasada, las posibilidades de esta particular, estimulante y lírica mirada sobre un universo usualmente poblado por estereotipos y lugares comunes –de diverso tenor y calaña– son realmente elevadas.

Luz de luna comienza como muchas otras películas que transcurren en zonas suburbanas de los Estados Unidos cuya población es un auténtico crisol de razas. Un pequeño traficante de drogas –en realidad, un vendedor que apenas si controla algunos de los fumaderos de crack de su barrio– estaciona su gigantesco y farolero auto, con sus inevitables llantas customizadas, en una calle semidesértica, donde uno de sus hombres conversa con un posible cliente. Su vestimenta, actitud general y forma de caminar encarna a la enésima potencia el arquetipo del pusher de raza negra en el cine, la televisión y el imaginario popular en general. De fondo, un olvidado tema de los años 70 de Boris Gardiner, “Every Nigger Is a Star”. Ese personaje, junto con su comprensiva y cariñosa mujer, se revelará rápidamente como la única persona en ese duro entorno con la suficiente capacidad de empatía para comprender los problemas personales del protagonista, un niño también negro llamado Chiron (aunque todos lo llaman Little), cuya madre no tiene precisamente una relación sencilla con las drogas y que sufre en la escuela, casi a diario, los embates del bullying. Esa es la primera de una serie de subversiones respecto de las expectativas del espectador que Jenkins pondrá en pantalla, a partir de una construcción narrativa delicada y paciente que logra transmitir los miedos y angustias de Chiron en tres momentos puntuales de su vida. Como si la historia del protagonista de aquel cortometraje seminal lograra, de alguna manera, escapar del formato breve y pudiera ir más allá en el tiempo, hacia la adolescencia y los primeros tiempos de la adultez. Aunque aquí sin armas de fuego ni disparos. Según ha detallado Jenkins en varias ocasiones, su película se basa en un proyecto de obra de teatro semi-autobiográfica que el dramaturgo Tarell Alvin McCraney escribió durante sus años de estudio universitario: In Moonlight Black Boys Look Blue (“Bajo la luz de la luna los chicos negros se ven azules”). “Lo que más me llamó la atención en un primer momento fue el hecho de que tanto Tarell como yo crecimos en el mismo barrio, fuimos a las mismas escuelas –tanto la primaria como la secundaria– en el barrio de Liberty City, en Miami, y nuestras madres lucharon contra la misma clase de adicciones. A pesar de ello, nunca llegamos a conocernos”, confesó recientemente en una entrevista. Existe, sin embargo, un elemento de la vida real que distancia a ambos creadores: McCraney, como su personaje Chiron y a diferencia de Jenkins, tuvo que lidiar durante sus años de juventud con la creciente atracción hacia personas de su mismo sexo, en un contexto realmente difícil para definirse como un joven gay. “No era mi vida, pero podía ponerme en su lugar muy fácilmente”.

MOMENTOS DE VIDA

El proceso que comenzó con la lectura de esa pieza y culminó con la realización de su versión cinematográfica le llevó al director poco más de tres años, durante los cuales la narración no lineal original fue transformada en un trío de relatos, divididos por sendos títulos, a la manera de capítulos, que acompañan al protagonista en tres momentos de su vida. De esa manera, Little (el actor Alex Hibbert) se transforma en Chiron (Ashton Sanders) y éste, finalmente, en Black (Trevante Rhodes). Distintas versiones de una misma persona que no sólo irá transformándose, sino también creando una personalidad-coraza, concepto que el afiche publicitario aprovecha ingeniosamente al construir un único rostro con el de los tres actores/personajes. Y es así que ese niño callado y tímido, que parece a punto de iniciar una implosión emocional, se convierte en un adolescente cuya relación con su madre no ha hecho más que empeorar. Y que continúa atravesando las horas de clase y los recreos con nuevos y aún más serios problemas con algunos de sus compañeros, en particular aquellos que lo ven como un chico demasiado débil o sensible. Su sexualidad, que casi ha despertado por completo, complica aún más la situación. Es entonces que Chiron comenzará a entablar una amistad con André, un compañero de clase que parece comprenderlo, al tiempo que intenta, sin demasiado éxito, compartir techo junto a su madre de una manera más o menos armoniosa. Ser negro en un barrio rudo y ser, quizás, también gay, no es cosa fácil. Tarell McCraney afirmó ante un periodista de la NBC que la adaptación “puede verse tanto como una película con temática gay como una película con temática negra. Y cualquiera de ellas es válida, aunque creo que la historia se ve disminuida si se la ve de una sola manera. Es una historia queer, es una historia gay, es una historia sobre la pobreza, es una historia sobre la adicción a las drogas. Conozco gente de Liberty City que ha visto la película y, más allá de su identificación sexual, siente orgullo ante una película que es acerca del lugar en el cual vivimos, que toca cuestiones con las cuales tenemos que lidiar, pero que de ninguna manera hace un retrato miserable. Quiero decir, sigue siendo un lugar hermoso. Y hay allí gente muy buena, y otra que hace cosas no tan deseables, pero que tienen un buen corazón”.

Si hay algo que Luz de luna no encarna es la capacidad que el cine tiene, en muchas ocasiones, de transformar el dolor y/o la pobreza y/o la violencia en material para el consumo, bajo la etiqueta del miserabilismo. Jenkins logra insuflarle al retrato del protagonista, en sus tres etapas, un tono que busca captar algo de la esencia de sus criaturas (sus sentimientos, pero también sus pensamientos), haciendo hincapié en los dolores íntimos sin dejar de lado la descripción social, que más allá de servir de trasfondo, resulta indispensable para comprender las evoluciones personales de los distintos personajes. Trabajar con actores no demasiado conocidos por el público fue una de las decisiones que el realizador tuvo muy en claro desde un primer momento, a sabiendas de que iba ser relativamente difícil conseguir que esos tres rostros conjugaran una idea de continuidad, que lograran cristalizar en un mismo personaje. Jenkins: “Nunca ensayaron juntos y nunca vieron las tomas que se iban rodando con los otros actores. No me preocupaba que se vieran o sonaran de manera similar. Lo que me preocupaba era que, cuando la cámara estuviera sobre ellos y no estaban hablando, capturaran la emoción que estábamos buscando. ¿Intentarían externalizar sus emociones o podríamos sentir la pena debajo de la superficie? Esa es la teoría del iceberg. Y estos son todos actores-iceberg. Por ejemplo, Ashton Sanders, que interpreta a Chiron durante la adolescencia, tiene un abordaje muy intelectual a la actuación, pero cuando lo ves en pantalla es muy crudo y real. Es simplemente un tipo que lleva puestas todas las emociones en su rostro, pero que al mismo tiempo está intentando ocultarlas”. Otra determinación consciente por parte del realizador fue la de excluir por completo a cualquier personaje blanco de relevancia. De lo que se trata aquí es de poner en tensión cierto tipo de masculinidad, la negra. Al respecto, Jenkins confesó que le interesaba registrar momentos que nunca antes había visto en ninguna película: “La idea de ver a un traficante de drogas tomándose el tiempo necesario para explicarle a un chico cuál es la definición de ‘maricón’. O ver a un hombre negro acunando a un chico negro en el océano, enseñándole a nadar. O, tal vez la más importante para mí, cuando el personaje de André le cocina a Chiron. Nunca había visto a un hombre negro cocinarle a otro hombre en una película”. Casi en las antípodas del arquetipo de macho negro que todo lo puede, el que siempre la tiene más grande y la pone y saca de todos lados a voluntad. El anti-Shaft.

LA MÁSCARA DE LA DUREZA

Cuando ese momento climático finalmente llega, durante la tercera parte del relato, Chiron ha dejado de ser un jovencito flaco e introvertido para transformarse en un hombre maduro y fornido, aparentemente muy seguro de sí mismo, alguien que ha seguido el mismo sendero que aquel otro hombre que alguna vez lo rescató de una paliza segura a manos de sus compañeritos de escuela. Un llamado telefónico permite un reencuentro inesperado y es entonces, solamente a partir de ese momento, que el film termina de encajar todas (o casi todas) las piezas del rompecabezas que conforma el personaje de Chiron. Esa coraza de rudeza, esa máscara que André ve claramente en su amigo de la adolescencia, es la que le ha permitido sobrevivir durante todo el tiempo en el que no habían tenido contacto. El precio a pagar por ocultar las debilidades, hacerlas invisibles ante el mundo exterior. La película “es como un relato de crecimiento, un coming-of-age”, afirmó el realizador en una entrevista con la revista especializada Film Comment, “pero con un enorme arco dramático y todos esos picos y valles. Hay tanta historia en medio de las tres historias como la hay en las tres historias en sí mismas. Y esas tres historias son apenas breves momentos. Momentos muy importantes, cruciales. Precisamente por eso, podemos permitir que un momento que duraría apenas cinco minutos en un relato de crecimiento más tradicional ocupe aquí media hora. Podemos permitirnos ese espacio. Podemos ver a la gente descongelarse, ver cosas que ocurren debajo de la piel”. La escena del restaurant cerca del final de Luz de luna es precisamente eso y vuelve a demostrar las mayores virtudes del film, que ha construido durante casi dos horas una narración que lleva directamente hacia ese preciso instante. No hay catarsis, sin embargo. Mucho menos iluminaciones. Apenas un instante de intimidad confesional. Chiron ya no es ese niño asustado, las piernas dobladas casi en posición fetal, que se escondía ante la posibilidad del peligro. Pero a pesar de las fachadas, continúa siendo una persona con una necesidad de afecto enorme. Como cualquiera de nosotros, aunque no lo aparentemos.