Las molduras articulan las superficies. Es así como la pared marca su ritmo, detenta las parcelas que componen su territorio. En conjunto, trazan el esqueleto decorativo de las habitaciones. Cuando las molduras coronan un objeto señalan con elegancia su final; el resto es aire. Y el pasaje del objeto a aquello que ha dejado de ser objeto, el salto al vacío (o al contexto), es amorosamente designado; aquí las volutas y escamas, la austeridad de un borde clásico, las estrías y los picos, nos dicen que todo pasaje merece una distinción. Los objetos cerámicos de Manuel Sigüenza (Buenos Aires, 1980) exhiben su mutismo esmaltado en el espacio recoleto de la galería Miranda Bosch. Son jarrones pero también urnas funerarias y maceteros abandonados, recipientes que por su disposición museográfica  repliegan su aptitud funcional. Si en la forma final conservan el gesto primero del artista –el temperamento inestable de la irregularidad de sus curvas, una simetría tambaleante, relatos de la voluntad de una mano que deja huella sobre la materia– al ser exhibidos sobre pedestales imponen distancia. El espectador reconstruye la sensación táctil de los volúmenes a través del aspecto visible del objeto. La tentación de tocar es intensa. Ese estar en vilo mantiene la atracción intacta.   

NATURALEZA VÍTREA

Mientras en los objetos cerámicos los volúmenes pierden la compostura –un ligero ablandamiento, una grieta,  naturaleza vítrea de la fragilidad,  la advertencia de que el componente acuático sigue latente en su capacidad de deshacer– en las pinturas que integran la muestra Restauración, hechas con una medio que imita el efecto de la arcilla líquida, los objetos recobran su simetría; ahora la tetera y los jarrones, profusamente decorados, conquistan la elegancia perdida. Monocromos, flotantes. Fijos como estampado sobre un lienzo blanco e inmaculado, los objetos pintados se atienen estrictamente a la superficie. En su inmediatez fáctica, excluyen las capas geológicas, aquel tiempo que las cerámicas de Sigüenza encierran en sus cuerpos ajetreados. Las pinturas entonces, funcionan como postales de un falso pretérito, un pasado sin estrenar.  La puesta en escena se hace más enfática en el montaje: dos repisas de cerámica sostienen los bastidores. En el caso de las pinturas más pequeñas, una sola repisa basta. Rosa pálido, verde pastel, azul realeza ajado, los sostenes se contonean en nudos y hojas de acanto. Un pavo real de porte suntuoso, erguido en la cima de un montículo, marca una diferencia con el resto de las pinturas, todas ellas de menor tamaño, todas ellas ocupadas en la vajilla. El pavo real, que bien pudo haber sido decoración de fuente o salsera, aquí se presenta exento de recipiente. La menagerie (casa de fieras), precursora del zoológico, era originalmente una colección de animales exóticos con que la realeza gustaba adornar sus palacios y hacer ostentación de poder; conseguirlos era arduo y extremadamente costoso. El pavo real de Sigüenza se despoja del recipiente pero no del cautiverio. La carnadura que poseen las piezas cerámicas, su voluntad de venir al mundo, avidez torpe, esforzada, en las pinturas sufre un proceso de adelgazamiento. Sin espesor, el pavo real posa indolente y  pierde la oportunidad de ser, cuando menos, provocativamente impávido. Tal vez este registro desfasado en el que habitan cerámicas y pinturas sea lo más intrigante de la muestra. Si las cerámicas son producto de la resiliencia, ese concepto que la psicología extrajo del comportamiento de los materiales, la capacidad para doblarse sin romperse, la facultad de recuperar la entereza tras un evento fracturante, las pinturas, reticentes, no parecen estar dispuestas a exponerse mucho más allá de los límites que la convención les impone. 

EL ÚLTIMO DE LA ESTIRPE

El edificio donde se hospeda la galería Miranda Bosch, una inmobiliaria (Real Estate & Art),  tiene cierto resabio aristocrático. Las piezas de Sigüenza resuenan allí como una suerte de burla tierna. Si los tiempos fueran otros, si la aristocracia gozara aún de una lozanía intocable, podríamos pensar en el caso de un decorador poco avezado en las alcurnias que desembarca en un palacio a fin de presentar al señor cliente sus piezas más queridas. Nuestro decorador las dispone en el espacio, con aire alrededor. Que se luzcan. No se sabe si le importa mucho que el espacio se luzca; desde el vamos, ellas no terminan de pertenecer. Es un planeta parasitando la atmósfera de otro planeta. Las apoya nomás, con la poca convicción de permanencia que posee la mampostería. Prueba. Si la cosa no cuaja, fácil resultará levantar todo. Las reliquias se mueven tanto como la fe lo prescribe. Y si bien el oficio es noble y la confección exquisita;  las formas finales de las cerámicas de Sigüenza –emotivas a punto temblor– con sus rocallas pulposas, sus frondas y palmetas, tienen algo de atentado de clase media al refinamiento señorial. Aquel adorno de arcilla en la vitrina de la madre, la maceta en el patio de la abuela. El color del vecindario vestido para las pompas fúnebres. A ninguno de ellos se les plantea la pureza de la estirpe como una cuestión. Fuera de genealogías registrables, con herencias de origen dudoso, vertientes mixtas, los objetos de clase media se ocupan más de la supervivencia que de la permanencia. Exhiben las grietas, incluso los emparches de esas grietas, como heridas de guerra que deben lucirse con orgullo. 

Cada cerámica de Manuel Sigüenza es el último ejemplar de una estirpe. El ejemplar fallado. Un poco chueco.  Raro. Pero no exótico. Aquel que mira con cariño a sus ancestros, sin importar si por las venas le corre la misma sangre. Las genealogías se inventan todo el tiempo.

Restauración de Manuel Sigüenza se puede visitar hasta el el 30 de enero en Miranda Bosch, Montevideo 1723.